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LA CRÓNICA
Columna
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El gran supositorio

Existen hoy en día en Barcelona un par de colectivos de personas privilegiadas que se dedican a pasear y encima cobran. Uno de ellos es el de los autores de estas crónicas, a todas luces demasiado considerados, cuyo único trabajo es echar un vistazo a las cosas que pasan a su alrededor y luego explicárselo a ustedes con un poco de gracia (aunque no tanta como podría tener, sin ir más lejos, estamos de acuerdo, su cuñado o su nuera). El otro colectivo es el de los jubilados. La diferencia entre los dos es manifiesta ya que éstos cobran después de haber trabajado más de lo que los cronistas trabajarían en dos o tres vidas laborales juntas.

Para justificar el sueldo, pues, nos calzamos los cascos y nos echamos a la calle a comprobar el estado de algunas de las obras en curso.

Si Barcelona no se parece más a Nueva York, es porque no quiere. El supositorio de Agbar sube a los cielos con rapidez

Hace poco fuimos a la plaza de las Glòries a ver cómo andaba el ritmo de construcción del futuro rascacielos de Jean Nouvel en forma de supositorio y que va alquilar la compañía Agbar. Pues bien: sube que da gusto (con perdón) Si se dan una vuelta por sus alrededores verán que el cuerpo circular ya te obliga a mirarlo en plan neoyorquino, o sea, con torsión severa de cervicales. Recordamos, hace seis meses, cuando empezaba a asomar por encima de la valla protectora y se podía intuir el perímetro del edificio gracias al armazón gigante de madera. Parecía una placita de toros de esas desmontables. Aunque si van al Glorias Center, cruzando la Diagonal, y se colocan en una de las terrazas elevadas, las obras del futuro rascacielos Agbar y los terrenos adyacentes les parecerán un poco una especie de zona cero a la barcelonesa. Y es que si Barcelona no se parece más a Nueva York es porque no quiere. En esta zona, además, existía un leyenda urbana (ahora que están tan de moda) casi neoyorquina. Se trataba del famoso tío Manolo y sus huestes dedicadas a la protección de las obras del entorno. Lo mismito que en la Gran Manzana. Cuenta la leyenda urbana que a las empresas constructoras del lugar acababa por salirles más a cuenta hablar con el tío Manolo que contratar a una empresa de seguridad. Con él, todo era paz y tranquilidad; sin él, se sucedían los robos y los pequeños destrozos. Seguía la leyenda urbana explicando que las obras que tenían en un lugar visible la bandera universal de los gitanos, la de la rueda de carro en el centro, estaban preservadas de todo mal.

Hemos estrenado el 2003 a la busca de la banderita a lo largo de todo el perímetro del nuevo rascacielos y ruinas adyacentes y no la encontramos. Aunque, vista la densidad de grafitos y pintadas que hay por la zona, no nos extrañaría que la hubieran tapado sin darse cuenta. Peor para los cacos. En cualquier caso, con tío Manolo o sin tío Manolo, el supositorio de Agbar asciende a los cielos con inusitada rapidez. Cuentan las crónicas que cuando el Ayuntamiento de Barcelona encargó al pintor Baixeras que retratase en dibujos al carbón la ciudad que estaba a punto de desaparecer por efecto de la apertura de la Via Laietana, resulta que las piquetas de demolición iban tan deprisa que el pobre hombre no tenía tiempo de dibujarla. Con lo cual, una buena parte de sus dibujos fueron de la ciudad derruida. Nos transmitió un puñado de visiones de una Barcelona de 1909 que parecía sacudida por un terremoto, todo ruinas. O mejor, era como una ciudad bombardeada: Berlín, en mayo de 1945. Pues bien, a pesar de ello, la sensación de inmediatez de los dibujos es muy grande, como si la polvareda del derribo apenas se hubiera asentado. Con el rascacielos de Agbar es lo mismo, pero en sentido contrario, crece tan deprisa que Baixeras tendría dificultades para dibujar el correspondiente horizonte del Poblenou desde la plaza de las Glòries porque ese dildo gigante se lo taparía.

Por cierto, a quien tapará seguro es a los okupas de ocasión que están a cuatro pasos. No tienen nada que ver con el movimiento okupa, son pordioseros, gitanos portugueses, feriantes, etcétera, que se ponen a vivir en las fábricas y los edificios abandonados pendientes de demolición. El mismo día que visitamos las obras del rascacielos Agbar nos dimos una vuelta por el barrio y pudimos observar que muchos de los bloques destinados al derribo casi están reocupados al completo. Esos nuevos okupas han llegado tarde y no han podido ocupar más que un puñado de escombros. Da pena. Y parece peligroso. Porque además ocupan casas semihabitadas y provocan conflictos con los últimos vecinos residentes. Estos días se ha hablado de ellos. Se acercan las elecciones y el candidato de CiU, el señor Trias, visitó el lugar. Parece que vio decenas de personas entre los escombros, niños harapientos, hogueras. Uno de los principales núcleos de ocupación es la antigua fábrica Oliva Artés. Esperemos que no haya ningún accidente. Aunque en Barcelona, a menudo, no es necesario ir hasta las fábricas abandonadas del Poblenou para que algo te caiga encima: una cornisa, una marquesina de un cine, una grúa ilegal... Con lo cual nos retrotraemos a Astérix y los antiguos galos, que decían no temer a nada salvo que se desplomara el cielo sobre sus cabezas.

Y así andamos, tan ricamente, iniciando el 2003 con un pie en Nueva York y otro en la antigua Galia.

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