Marea internacional
Como ya demostró la catástrofe de Chernóbil, la contaminación no necesita pasaporte: la sustancia que transportaba el Prestige -una modalidad de fuel altamente contaminante- ya ha llegado, tras mes y medio de navegación, a las costas francesas. Este desastre ecológico, el más grave en su género acontecido en Europa, exigirá revisar algunos tópicos sobre la eficacia de la iniciativa privada frente al despilfarro de los servicios públicos. También obligará a tomarse en serio el principio de subsidiariedad: donde los Estados no llegan, por la dimensión internacional del problema, debe tomar la iniciativa la UE. Esto es aplicable singularmente al transporte martítimo de materias peligrosas, que funciona con un déficit de normas o de gendarmes que las hagan cumplir. El hecho de que en el canal de la Mancha, por el que circulan 400 buques al día, se hayan producido tres colisiones en menos de tres semanas ilustra ese otro aspecto del problema.
La presidencia de la República Francesa comunicó ayer la apertura de una información judicial, complementaria a la que ya está en curso en España, destinada a identificar y sancionar a los responsables del hundimiento del Prestige. Chirac da así cumplimiento a su advertencia, en la cumbre de Copenhague, de que la justicia francesa intervendría si la contaminación alcanzaba su territorio, lo que sucedió el primer día del año. La internacionalización judicial del problema es consecuencia del carácter supranacional de sus efectos. Ahora es evidente que en la decisión de alejar el barco se prescindió, por ignorancia o por lo que fuera, de esa dimensión. Es decir, del probable traslado de los efectos de un posible naufragio a las costas portuguesas o francesas. Pero esa dimensión plantea también la necesidad de una política preventiva europea e internacional.
La experiencia demuestra que no es posible la inhibición del Estado ni de las organizaciones supranacionales en estas materias. Las compañías petroleras prescindieron de sus propias flotas de transporte tras las fuertes indemnizaciones que tuvieron que pagar a raíz de las primeras mareas negras, y optaron por trasladar la responsabilidad a armadores especialistas en diluir la suya mediante diversos procedimientos que incluyen el subarriendo a otros más dispuestos a arriesgar en materia de seguridad. La competencia produce en este caso menores costes, pero al precio de una mayor inseguridad. No cabe esperar que ese efecto perverso sea espontáneamente corregido por el mercado, como predican los demasiado convencidos. La iniciativa corresponde a los Estados, los cuales deberán además coordinar sus actuaciones para evitar otros efectos nocivos. La prohibición de petroleros monocasco en Estados Unidos, por ejemplo, provocó, de acuerdo con una lógica nada misteriosa, el traslado a la rutas europeas de los buques más viejos e inseguros.
En Francia han surgido voces que denuncian la insuficiencia de los medios públicos para hacer frente a la contaminación antes de que llegase a las costas. Quizás sea innecesario que todos los países cuenten con una flota de barcos aspiradores de gran potencia como la que tiene Holanda, pero sería lógico que la UE se encargara de promover en los países de más alto riesgo un parque de intervención inmediata. En todo caso, y a la luz del registro de accidentes, no parece lógico que España, primera potencia pesquera del continente y la de mayor extensión de costas, no cuente con ningún buque de estas características.
Como tampoco es razonable que el casco de un buque noruego, el Tricolor, hundido el 14 de diciembre en aguas poco profundas del canal de la Mancha tras colisionar con otro navío, provoque en quince días otros dos accidentes. Uno de ellos con un petrolero cargado con 70.000 toneladas de queroseno y gasóleo. Si ha ocurrido es que podía ocurrir; luego las medidas de seguridad eran insuficientes. Si no bastan los semáforos (balizas, en este caso), será necesario poner policías. Es decir, patrullas con capacidad para obligar a los barcos a circular por su carril.
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