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LA COLUMNA
Columna
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Mirar al exterior

Josep Ramoneda

LA POLÍTICA internacional no acostumbra a decidir elecciones. Menos en un país como España, con muchos años de aislamiento y una tardía incorporación al primer plano europeo. Los ciudadanos, por lo general, a la hora de votar se guían más por lo que afecta a la intendencia y al bienestar -trabajo, vivienda, salud, enseñanza- y por las inefables sinrazones identitarias que por los conflictos del ancho mundo en los que una potencia mediana como España tiene poco que decir. Sin embargo, parece que la dimensión internacional es lo que corona a un estadista. Hasta el punto de que muchos gobernantes se obsesionan tanto en hacerse un nombre en el mundo que cuando vuelven la mirada al país descubren que el suelo se les ha movido sin que se hubieran dado cuenta. Sin ir más lejos, es lo que le ocurrió a Aznar, que después de un semestre galáctico, en el que aprendió a poner los pies sobre la mesa en la intimidad como un político tejano cualquiera, descubrió que la amistad de Bush no le libraba de la huelga general que le habían montado Fidalgo y Méndez. A juzgar por el estado de rencor en el que vive, aún no se ha sobrepuesto a tan inexplicable traspié.

Pero desde el 11-S no queda duda de que nada que ocurra en el mundo nos es ajeno. En España, a juzgar por las encuestas, hay un desajuste profundo entre la política internacional del Gobierno y la opinión pública. El Gobierno, lo sabemos todos porque Aznar lo dice y lo hace, se considera un apéndice de la estrategia de la Administración de Bush. Lo cual en términos europeos significa una alianza de bloqueo con los dos Gobiernos más afines a Estados Unidos, el inglés -como siempre- y el italiano -esperemos que coyunturalmente-. Según Aznar, no hay alternativa democrática a la política internacional norteamericana. Algo que ni siquiera un ex presidente como Carter y un ex vicepresidente como Gore comparten. La opinión pública española, en cambio, es mayoritariamente hostil a la guerra contra el eje del mal en los términos en los que Bush la está organizando, y concretamente a la guerra contra Irak, a la que pocos ven utilidad si se trata de derrotar el terrorismo. Es una actitud que sería estúpido interpretarla como un simple eco de la tradición antiamericanista de cierta izquierda española. Es mucho más que esto. Es la idea de que el unilateralismo militar, que sólo admite adhesiones incondicionales, no puede ser la forma de ordenar el mundo y de afrontar la crisis de cambio de escala que vivimos.

En este contexto, uno tiene la impresión de que el líder de la oposición, José Luis Rodríguez Zapatero, tiene un amplio campo para conectar con un estado de opinión mayoritario de rechazo a la ortodoxia bushista de Aznar y tallarse una cierta imagen de estadista. Y, sin embargo, la política internacional tiene escaso papel en su repertorio. Puede haber en esta actitud un cierto reparo -sentido de Estado, lo llaman- a romper una imagen unitaria de España ante el exterior. Pero el sentido de Estado empieza por la gente y no por una abstracción llamada España. Y buena parte de la ciudadanía, empezando por el electorado natural de Zapatero, que siente incomodidad ante la política internacional de Aznar, agradecería alguna señal de que en el futuro puede haber otras estrategias y alianzas. Puede ocurrir también que Zapatero, sabedor del poder de Washington, prefiera ser prudente pensando en el día en que gobierne. Pero aun reconociendo el efecto campo al que España está sometida, una alianza crítica a la francesa siempre será mejor entendida que la sumisión aznarista, que, por cierto, Bush acaba de premiar con la humillación de la Operación Socotora.

Zapatero es buen calculador y economiza racionalmente las energías. Si piensa que la política internacional no tiene réditos electorales, le veremos poco en este negociado. La apuesta rotunda por el modelo social europeo como bandera a defender colectivamente y la actitud crítica frente al fundamentalismo de la Administración norteamericana, que en momentos concretos ha destilado Zapatero, merecerían integrarse en un dibujo global con perfil reconocible que incluyera un compromiso sobre hasta dónde España seguirá las exigencias de EE UU y hasta dónde está decidida a plantarse, un diseño de política europea, una propuesta de acción política en el Magreb y en Latinoamérica, y unos criterios para una globalización en la que la política lleve las riendas. Quizá la política internacional no dé votos todavía, pero ayudaría a Zapatero a forjarse una clara y diferenciada identidad frente a Aznar.

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