Déficit público: el buen uso del mal económico
HACE ESCASOS DÍAS, el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, presentaba orgulloso las cuentas del Estado de los 10 primeros meses del año, con un superávit del 1,25% del PIB. No solamente había equilibrio, sino que se ingresaba más de lo que se gastaba. Pocas veces una labor propagandística como ésa resulta tan inoportuna. El anuncio se producía en medio del desastre ecológico gallego motivado por la ruptura del casco del petrolero Prestige, cargado con 70.000 toneladas de fuel, en un momento en que más que nunca los perjudicados necesitan de la actividad del Estado.
La demanda de los pescadores gallegos pidiendo medios públicos para combatir la marea negra y sus consecuencias, es lo mínimo que se puede exigir a un Estado que así se denomine. Las imágenes de las televisiones y los sonidos de las radios son suficientemente expresivos de la impotencia de los perjudicados para limpiar sus playas, y el mar donde faenan. El batiscafo que analiza las aguas es francés; todos los barcos anticontaminates, de nacionalidad extranjera; ni siquiera había contenedores en los que depositar los residuos recuperados artesanalmente. Un grupo de intelectuales ha denunciado "la imprevisión, el desorden y la indiferencia del Estado" y la carencia de tecnología preventiva apropiada.
Cada vez se habla más de reducir los impuestos y menos de la calidad y universalidad de los servicios públicos básicos. Entonces el Estado deja de funcionar y los ciudadanos no se sienten representados por el mismo
¿Para qué sirve un dogma tan frío como el déficit cero en una sociedad de necesidades como la española? Para que los ciudadanos se alejen de las prácticas colectivas y para aumentar el desprestigio de la clase política, de la que se sienten olvidados.
El Ejecutivo de Aznar ha hecho lo contrario que Alemania (Gobierno socialdemócrata) con las inundaciones del verano, o que Francia (Gobierno conservador), cuando se dio cuenta de que había otros problemas -como la inseguridad ciudadana- prioritarios al equilibrio presupuestario. O que Tony Blair en el Reino Unido, que ha subido los impuestos -rompiendo la moda- para mejorar el funcionamiento de unos servicios públicos arruinados por las privatizaciones y la desregulación ideológica de Margaret Thatcher.
En un extenso artículo sobre la multiplicación de las desigualdades en EE UU, Paul Krugman cuenta cómo la política económica de ese país se ha puesto al servicio de los intereses de los más poderosos, en detrimento de las clases medias y los desfavorecidos. Las reducciones de impuestos de los últimos 25 años, las de Reagan (aplicando la fantasiosa curva de Laffer), o las que quiere aplicar Bush van en ese sentido, así como las medidas proteccionistas o el plan energético que lidera el vicepresidente Cheney. Por ello cada vez vota menos gente y la sociedad satisfecha queda reducida a un tercio de la población. Dice Krugman que donde más se nota esta deriva es en el lenguaje sobre los impuestos y los servicios públicos. Cada vez se centra más la polémica en la reducción de los primeros (ahora hay un fuerte debate sobre la supresión del impuesto de sucesiones, que pronto llegará a España), y no en la calidad y en la universalización de los servicios públicos (educación, sanidad, pensiones, desempleo, transportes, infraestructuras, I+D, etcétera).
La catástrofe del Prestige, esa sensación de inanidad en la acción del Gobierno (central y autonómico) que conlleva la desesperación de los perjudicados, actualiza esta controversia: la necesidad de un Estado fuerte (no se trata de un Estado grande o mínimo, discusión cómoda para los neoliberales de academia) que dé respuestas convincentes a la sociedad del riesgo en la que vivimos. Algo similar se sintió hasta que se tomó el pulso a la enfermedad de las vacas locas. Las cosas están cogidas con alfileres, los servicios funcionan regular en la normalidad, y mal en las crisis. Se atiende a los problemas urgentes, pero las tendencias sociales profundas demuestran que las costuras se rompen en cuanto sucede algo imprevisto. Que es cuando se debe exigir al Estado que actúe con eficacia.
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