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El ejemplo de las golondrinas

La LOGSE fue una ley a la que cabe atribuir no ya una merma en la capacidad intelectiva y en el bagaje de conocimientos de como mínimo una generación, sino también -y sobre todo- una merma en su horizonte vital. Lo que resulte de la LOCE, el tiempo lo dirá. Ahora bien: ¿corresponde por entero a la LOGSE la culpa de tantos males? ¿Tan grande es el poder de una ley que en definitiva no hace sino reglamentar el qué y el cómo de la enseñanza, es decir, que no es en sí misma enseñanza, sino el simple reglamento de una enseñanza? ¿No valdría la pena indagar si, al margen de la bondad o maldad de la ley, el campo de aplicación de esa ley, esto es, la realidad social española, no ha tenido también su responsabilidad, no ha puesto algo de su parte en el desaguisado, por más que los políticos se resistan a contárselo así a sus electores?

Parece lógico intentarlo, sobre todo si tenemos en cuenta que en la sociedad española, paralelamente al desarrollo de la LOGSE, llegó a crearse un estado de opinión asentado en dos presunciones igualmente equivocadas. La primera de ellas, todavía sólidamente establecida, consiste en dar por hecho que la adolescencia es la edad en la que hay que disfrutar de la vida, por lo que la tarea de aprender (de aprender a disfrutar verdaderamente de la vida, entre otras cosas) es algo que jamás debe agobiar al estudiante ni contrariar ese disfrute. Se trata de un planteamiento residual, de origen ácrata, que el consumismo creciente de la sociedad española no ha hecho sino potenciar, toda vez que disfrutar de la vida y consumir han venido a ser conceptos sinónimos.

La segunda de esas presunciones equivocadas consiste en suponer que disfrutar de la vida es ni más ni menos lo que hace masivamente la juventud actual, tal vez porque se trata de algo que sus padres nunca tuvieron ocasión de hacer: llevar una vida virtual, pendiente del móvil e Internet, con figuras como las propuestas por Gran Hermano y Operación Triunfo como modelo de conducta. Y para los fines de semana, los juegos de rol, el botellón y las pastillas, con lo que el máximo disfrute de la vida termina siendo el desentenderse de ella. Se trata de colocarse por la vía rápida, de salirse, con sobrecogedora frecuencia de forma definitiva mediante el procedimiento de estampar el coche o la moto contra un obstáculo cualquiera. En las grandes y pequeñas ciudades y también en el campo. Paso en el campo largas temporadas y un conocido de por allí, que ahora ronda la treintena, me cuenta que de su grupo de amigos, cuatro han muerto en diversos accidentes de circulación; él, por su parte, se pasó una buena temporada en silla de ruedas.

Vivir plenamente es algo que debiera procurarse en todas las épocas de la vida, aunque si hay una que merezca especial agasajo es la de los jubilados, no la de los escolares. La juventud es sobre todo una época de aprendizaje y el goce de la vida propio de esa edad debiera ser el que se deriva de una feliz realización de ese aprendizaje. Algo que falla mucho más -prescindo de las numerosas excepciones a la regla- en la juventud española, más bronca, de peores modales, más insensible a la belleza, que en la de los vecinos países europeos. Vivir plenamente no es un don natural, sino algo que requiere un adiestramiento tal y como nos enseña -eso sí- la naturaleza.

El pasado verano tuve ocasión de observar las diversas fases del adiestramiento al que son sometidas las crías de las golondrinas. Es algo que a grandes rasgos conozco desde siempre, pero hasta ahora no se me había ocurrido fijarme de forma sistemática en sus ejercicios. Se trata de un adiestramiento técnico, pero también cultural y hasta ético. Así, cuando las crías son ya capaces de alinearse ordenadamente en los cables eléctricos para ser alimentadas por sus padres, si la impaciente glotonería de alguna le lleva a arrebatar del pico de la madre la comida destinada a otra, en cuanto llegue su turno, la comida que en principio correspondía a esta espabilada será implacablemente destinada al buche de la cría que fue víctima del expolio. Ese reparto equitativo de alimentos, inicialmente recibidos en posición estática, pronto empieza a realizarse en pleno vuelo, un vuelo cada vez más complejo y versátil. Y del vuelo simple, progresivamente alargado de tiro y prolongado en el tiempo, pronto se pasa a la práctica del vuelo rasante, de los picados y del frenado en seco, entre las hojas de una trepadora, por ejemplo, sin estamparse contra la pared, así como se les inicia en el arte de beber el agua del estanque sin detenerse ni zambullirse. Empiezan luego las clases de vuelo en formación, todos a un tiempo y en la dirección adecuada, para finalmente salir literalmente de maniobras en dirección al monte, del que no vuelven hasta el atardecer. Sólo después de todo eso, al cabo de unas semanas, las asambleas de los diversos grupos y familias empiezan a ensayar el éxodo colectivo, ya pocos días antes de iniciarlo. La forma, me dije, de que las jóvenes golondrinas le saquen todo el jugo a la vida en tanto dure el vuelo. Mientras que en nuestra sociedad se tiende cada vez más a dar suelta a los jóvenes en edad escolar sin la instrucción ni las instrucciones necesarias para evitar que pierdan el rumbo, que lleguen incluso a pegársela sin haber alcanzado a saber no ya lo que es volar, sino, sobre todo, lo que es vivir.

No estoy sugiriendo que a los chicos y chicas en edad escolar se les adiestre como golondrinas, ya que no son golondrinas. Pero aprender a vivir supone un esfuerzo y los esfuerzos cansan y suelen ser instintivamente evitados, por lo que el peor favor que se puede hacer a esos chicos y chicas es intentar ahorrarles tal esfuerzo. Sólo así, del mismo modo que las golondrinas aprenden lo preciso para vivir plenamente, los escolares aprenderán también lo preciso para vivir plenamente el tiempo que tienen por delante, abiertos a la vida, al mundo en que transcurre, con las mínimas carencias posibles en el terreno del conocimiento y de la cultura.

Luis Goytisolo es escritor.

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