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LA CRÓNICA
Columna
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B de vino

Esta ciudad ha vivido momentos dramáticos. Y yo con ella. No he olvidado los días en que el camarero, después de unos segundos oteando, bajaba la botella de fino La Ina de su estantería climatizada, encima de la cafetera. O las noches, áridas, en que se pedía oporto (no hubo que esperar a hacerse viejo, flojo -como Pla-, para apreciar la música de Verdi, las mujeres gordas y el vino dulce) y traían un llamado bandeira, de la farmacia. Era malo todo aquello, pero antes había sido peor. Los mayores contaban que se dio un tiempo en la ciudad en el que el vino, la copa de vino, estuvo rigurosamente prohibida. El vino sólo podía beberse en botellas, en los restaurantes, y uno podía elegir entre San Asensio y Campo Viejo, dos gigantes. No supe nunca cuál había sido el motivo de la prohibición. Un propósito regeneracionista, tal vez. La caza del borrachín. A mediados del siglo XX, Paul Léautaud se paseaba por las calles de París deplorando el eructo que salía de las tabernas y atribuyendo al vino la decadencia de Francia. Por fortuna, en seguida, sobriamente, llegaron los nazis. Lo cierto es que la copa de vino estuvo prohibida en Barcelona hasta que un nuevo gobernador civil ordenó de inmediato que todo español (por catalán) que entrara en una taberna y pidiera un vaso de vino fuera servido al punto. Para que luego digan que el franquismo no tenía su juego interno.

Un nuevo gobernador civil ordenó de inmediato que todo español que entrara en una taberna y pidiera un vaso de vino fuera servido al punto

La disposición del gobernador, sin embargo, llegó tarde. Cuando se promulgó ya no era un acto nutritivo, sino político. Es decir, reaccionario. Se había autorizado a beber un vaso de vino en los bares porque ya casi nadie, en su sano juicio, pedía en los bares vino. Ya se veían venir los saludables años setenta. Carne a la brasa. Sexo, quiero decir. Dieta y sexo. Los setenta los pasé, como pude, en el bar Sanlúcar. Todo el bar estaba hecho de roble de Virginia. Servían una manzanilla de agua de mar muy saludable y unos tacos de atún sabrosísimos. Había una mesa estupenda, junto a los ventanales, desde donde distraerse con el ir y venir del final de La Rambla. En aquella mesa oscurecía muy pronto, equívoco resultado de la clara manzanilla y del soporífero pesar adolescente. Como no pedían vino, sino carne a la brasa, el Sanlúcar dejó paso a un sex shop llamado Xanadú. Lo recuerdo bien. Xa-na-dú, así fue la usurpación. Los años ochenta y una gran parte de los noventa los pasé en casa, haciendo masters. Y no volví a salir hasta que los señores Ramón Parellada, Joaquim Vila y Fermí Puig fundaron frente a Santa Maria del Mar La Vinya del Senyor, gloria bendita, uno de esos lugares donde la vida da acuse de recibo. Los tres hombres consideraron el bar de vinos como un apunte periférico de sus negocios. Parellada gestionaba un restaurante; Vila, una tienda de vinos, y Fermí Puig, la cocina de un gran hotel. Pero lo mejor que han hecho está en esa esquina frente al templo.

No sólo por lo que ese lugar sea en sí. Porque tenga la condición primera de lo que Jaime Gil de Biedma le pedía a un bar (no puede hablarse de bares sin citar al poeta): un lugar que de no existir habría hecho imposible conocernos. O porque se beban, y sobre todo se lean, vinos asombrosos. O por los adolescentes que lo frecuentan y la esperanza, al verlos tan elegantes y felices, mientras beben lentamente, de que la juventud haya dejado de ser un muermo. No. Lo más importante de La Vinya es el reguero que ha diseminado por la ciudad. Es bastante evidente que Barcelona, la trilera, no es la capital de la verdad. Pero dudo que haya otra ciudad comparable capaz de disputarle la calidad y cantidad de su vino. Desde que abrió ese lugar se han sucedidos otros lugares extraordinarios. Tiendas como Lavinia, en la Diagonal, racional, enciclopédica y esmerada, que habría hecho feliz incluso a Léautaud; o como La Carte du Vin, en Pau Claris, refinada y llena de delicadezas. Bares singulares como La Part dels Àngels, en Enric Granados: el nombre alude a la parte de vino que se evapora de las barricas en la crianzas y que debe de estar en el origen de esa extendida iconografía de angelotes borrachos; lo lleva un francés, militante borgoñés, que sirve también quesos, ahumados y patés de gran categoría. O, en fin, reediciones notabilísimas del original, como La Vinya del Senyor, de la avenida de Sarrià, donde uno puede ¡incluso! sentarse y beber hasta la madrugada en un ambiente cargado de cariño: por si fuera poco, en esta viña preparan un mórbido jarret laqueado que es el plato de moda en la ciudad.

Es verdad que la vida aquí sigue siendo dura. Está el programa del Fòrum; la biblioteca provincial y sus analistas de distrito; está la redefinición de Cataluña; y la edad. Pero si el vino no regenera, al menos degenera. Lo que es lo mismo.

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