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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Rusia absolutista

A medida que emergen nuevos detalles cobra perfiles más sórdidos la operación de rescate de las fuerzas de seguridad rusas en el teatro Dubrovka de Moscú. Amén de la incompetencia de las unidades Alfa, acreditada en acciones similares lejos de la capital rusa, el asalto al teatro ha puesto de manifiesto, sobre todo, el desprecio hacia la vida de cientos de personas secuestradas con que actuó el presidente Vladímir Putin en su determinación de acabar con los terroristas chechenos, pese a prometer reiteradamente lo contrario en las horas previas. Los responsables rusos siguen mostrando una pasión intacta por el oscurantismo y la desinformación, impensable en un Gobierno democrático.

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En la operación de la que se vanagloria el Kremlin han muerto envenenados 115 rehenes, por el momento, y sólo cuatro por disparos, según la última versión de un fiscal general que cambia groseramente los datos. Los secuestradores -a los que se supone que un Gobierno democrático querría ver en el banquillo, y que podrían haber proporcionado información valiosa- fueron simplemente rematados con un tiro en la cabeza. Casi una veintena de los más de 300 hospitalizados está en situación crítica, lo que no impide que los médicos desconozcan todavía la composición del tóxico. Los equipos de rescate no fueron advertidos de que debían ir preparados para tratar a personas gaseadas. El silencio de Moscú sobre la composición del agente químico alimenta las especulaciones de que sea un compuesto prohibido por sus compromisos sobre control de armamento. Y además, se sigue dificultando a los familiares de las víctimas la visita a sus deudos.

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El trágico episodio, que parece fortalecer la imagen de Putin en su país, ha servido además para desatar la caza del checheno en Rusia, en busca de complicidades, y para otorgar nuevos poderes al Ejército en su lucha contra los independentistas, como si hubiera alguna facultad de la que carecieran las Fuerzas Armadas rusas y los servicios de seguridad en Chechenia. Tras el nuevo rechazo por el Kremlin del renovado ofrecimiento de diálogo incondicional hecho por el destituido presidente checheno Aslán Masjádov, lo que cabe esperar es la escalada de una de las guerras más despiadadas y crueles del mundo, cuyas principales víctimas son los civiles.

Que Putin sea un hombre unidimensional no debe extrañar. Como ex agente del KGB, ha sido entrenado para eso. La solución a la soviética de la más grave crisis de su mandato se ha limitado a abundar en el desprecio por la vida asentado históricamente en el Kremlin, y del que probablemente no hay un mejor ejemplo reciente que el del submarino Kursk. En la nueva Rusia de Putin, un Estado nominalmente democrático, pero absolutista en el manejo de los resortes del poder, se siguen manteniendo todos los tics de desinformación, mentiras y manipulación de la opinión pública que han caracterizado a la vieja. Ayer mismo, Amnistía Internacional denunciaba cómo la falta de respeto por los derechos humanos y el clima de impunidad que marca la actuación rusa en Chechenia ha penetrado su sistema judicial, donde la tortura policial y las condiciones carcelarias inhumanas están a la orden del día.

Resulta insólito y deprimente en este contexto el coro de alabanzas occidentales -incluidas las doblemente apresuradas del Gobierno de España y de su Jefe del Estado- con que se ha saludado la acción de Putin, en línea con la connivencia pasiva mostrada con sus excesos en Chechenia. Los mismos Gobiernos abanderados de la democracia que tan exigentes se muestran con otras realidades impresentables callan, o como mucho susurran, respecto a lo que ocurre desde hace tres años en la remota república del Cáucaso. Quizá porque, al abrigo de la cruzada global de la Casa Blanca y con la vista puesta en Irak, valoran más que cualquier otra cosa el fervoroso, y oportunista, compromiso antiterrorista del inquilino del Kremlin. Pero silencio equivale a tolerancia, y este doble rasero con los principios no hace ningún favor ni a la causa de la democracia ni a la de la lucha contra el terrorismo fundamentalista.

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