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Columna
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La mujer enferma

Las mujeres viven siete u ocho años más que los varones pero, paradójicamente, se encuentran más enfermas. Los últimos datos sobre la vida cotidiana en España publicados por el CIS, según un trabajo de Amando de Miguel, concluyen en esta paradoja: las mujeres se deprimen más, se conduelen más, toman mayor número de medicamentos, multiplican sus achaques, pero, al cabo, terminan muriendo como octogenarias, lo que sólo consigue el hombre con incomparable esfuerzo. ¿Explicación? La explicación más inmediata es que, puesto que las mujeres se sienten más enfermas, se cuidan más.

Las mujeres sufren ese mayor malestar físico y psíquico porque no viven, seguramente, en un ambiente apropiado o tan relativamente apropiado como lo es para los hombres. De esta manera, la ecología social y cultural sería más incómoda para ellas, que estarían suspirando por ese entorno propicio que, desbaratadamente, ha buscado el feminismo en sus diferentes versiones. Pero el caso tozudo es que duran más. Las mujeres participan en muchos más episodios de suicidio pero en su gran mayoría se trata de gestos. Toman una cantidad insuficiente de pastillas para matarse y calculan meticulosamente cómo serán socorridas. Por el contrario, los hombres son destacados protagonistas de suicidios consumados porque se tiran desde las ventanas (en ocasiones repetidamente) o se descerrajan un tiro en la cabeza. Las mujeres hacen como si quisieran morir y simulan que se marchan para regresar después. Aman más la vida entera y toman más medicamentos para no perderse detalles. Entre tanto, los hombres se empeñan en su afán existencial sin tomar consciencia del síntoma o apartándolo como un estigma que disminuye su hombría. De esa manera, capitulan antes.

La relación con el cáncer, por ejemplo, es una muestra de las diferentes vinculaciones sexuales con la enfermedad. En los medios de comunicación quienes más confiesan padecer esa dolencia, quienes escriben los libros sobre su lucha, son las enfermas. La imagen de alguien bajo tratamiento de quimioterapia o radioterapia es la que corresponde a una mujer calva. Nunca de un hombre calvo. El hombre con cáncer no ha llegado a las pantallas, mientras el cáncer de mama ha hecho de su caso una campaña planetaria con su lazo rosa. El gran interés de las mujeres por sus enfermedades ha conseguido, en el supuesto del cáncer, que ese mundo parezca dividido en dos grandes mitades: una mitad compuesta por el cáncer de mama y la otra mitad habitada por todas las demás especies.

Más que el hombre, la mujer aspira a ser feliz y en consecuencia se rebela contra la desdicha, cualquiera que sea. Se rebela también, inseparablemente, contra los desordenados factores de cualquier especie que perjudican la vida. A las mujeres todavía les ocurre como a los grupos más pobres y peor educados de nuestro mundo, en cuyo interior y contra la creencia común, se registra la morbilidad máxima en todas las categorías. Se dice que las enfermedades cardiovasculares son una amenaza propia de ejecutivos y directores generales, pero lo cierto es que el índice de infartos es superior entre los dependientes de comercio y los conductores de autobuses. De la misma manera, el cáncer puede curarse mejor con la medicina preventiva, el diagnóstico precoz y los medios clínicos que pueden servirse los ricos. Los pobres, como las mujeres, son los más enfermos y, encima, los más tristes o deprimidos.

¿Por qué hay menos humoristas mujeres que varones? Por la misma razón exactamente que la que les pone enfermas. Para poder ejercer el sentido del humor es necesario ser capaz de reírse de uno mismo pero no puede reírse uno de sí mismo sin afirmarse en su propia confianza. Naturalmente, los jefes suelen tener más autoconfianza que los subordinados y, en la relación intersexual sin igualdad, el hombre ha reproducido el superior papel del jefe. Encontrarse bien y tener humor llega a ser prácticamente la misma cosa. El patrón, en suma, para medir la composición idónea para la virtual felicidad del mundo.

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