San Josemaría
Frente a la parquedad y la prudencia de sus antecesores en una cuestión tan compleja, Juan Pablo II está batiendo todas las marcas en cuanto al número de procesos de beatificación y canonización resueltos bajo su pontificado, más de cuatrocientos cincuenta. En el caso de monseñor Escrivá de Balaguer, Roma lo convirtió ayer en santo sin atender los recelos hacia su actuación en vida, expresados tanto dentro como fuera de la Iglesia. Es lógico pensar que sin el peso e influencia que su organización ha llegado a tener en el seno de la Iglesia católica, especialmente en las esferas del Vaticano, esa rapidez con que el fundador del Opus Dei -fallecido hace 27 años- ha recorrido el camino oficial hacia la santidad, y que ha merecido no pocas críticas, no habría sido tan acusada.
La Santa Sede ha adoptado una decisión arriesgada con esta canonización, puesto que siguen siendo muchas las personas que conocieron al fundador del Opus Dei y que, por tanto, fueron testigos directos de que su vida se compuso con los mismos materiales no siempre nobles con los que se construye cualquiera otra. Pero la Iglesia está en su derecho al correr cuantos riesgos desee para exaltar entre sus fieles, que abarrotaban ayer la plaza de San Pedro y sus aledaños, la figura de monseñor Escrivá.
No así el Gobierno de España, obligado a velar por la aconfesionalidad del Estado consagrada en la Constitución. La más que nutrida delegación oficial enviada en peregrinación a Roma -contenida, al parecer, en el último momento desde el Ejecutivo-, además de la relevante cobertura proporcionada por los medios de comunicación públicos, inducen a pensar que el Gobierno no ha pretendido lo que parece razonable en nuestro sistema político: buscar un equilibrio entre el respeto debido a una ceremonia de la Iglesia de la que es protagonista un español, las exigencias constitucionales y el sentimiento de muchos ciudadanos que, católicos o no, discrepan de las opiniones del autor de Camino.
Precisamente porque es pública y notoria la presencia de devotos del flamante santo en altas instancias del Estado, incluyendo ministros en los Gabinetes de Aznar, existía el riesgo de que esa influencia se hiciera notar más de lo deseable en el acto de ayer. Pero en lugar de la contención que parecía obligada, se ha conducido el asunto como si, al igual que en el pasado, se volviese a reclamar para España la condición de hija predilecta de la Iglesia de Roma.
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