Afganistán, año uno
Hace ahora un año que los cazabombarderos estadounidenses se lanzaron sobre el Afganistán de los talibanes y Osama Bin Laden en respuesta a los acontecimientos del 11 de septiembre. George W. Bush se tomó casi cuatro semanas desde aquel holocausto antes de ordenar la destrucción del régimen fundamentalista musulmán, anfitrión de una vasta red terrorista. Dos meses después, la milicia integrista había sido quebrada, y con ella, Al Qaeda, aunque sus cabecillas sigan en libertad. El alzamiento islamista vaticinado por Bin Laden en sus proclamas televisivas se quedó en humo. De entre los candidatos más vulnerables, sólo el infiltrado y vecino Pakistán del general Musharraf -aliado de primera hora de EE UU, donde esta semana se celebran unas elecciones a medida del dictador- sigue siendo foco activo y escenario del fanatismo más violento.
El mundo se ha acostumbrado en este tiempo a convivir, olvidándola, con una guerra de baja intensidad en el corazón de Asia central. Las fuerzas estadounidenses y sus aliados continúan sus operaciones, esporádicamente de envergadura, contra focos de resistencia. Los afganos corrientes las sufren con un malestar acrecentado por los trágicos errores de la maquinaria bélica de EE UU, saldados con centenares de víctimas inocentes. A diferencia de lo que ocurría con los ataques masivos del comienzo, poco se sabe sobre esta lucha con sordina que desarrollan básicamente fuerzas especiales, un conflicto de guerrillas en el que los grupos talibanes y de Al Qaeda todavía activos se libran a acometidas o sabotajes ocasionales y se esfuman.
Tras años de apoyo a los muyaidines, Washington se desentendió de Afganistán el mismo día que abandonó el país el último soldado ruso derrotado, en 1989. El 11 de septiembre significó el regreso de la superpotencia a una región especialmente frágil, tras una larga ausencia que tuvo, entre otras consecuencias devastadoras, la llegada de los talibanes al poder. Desde esta perspectiva, la guerra puede estar sirviendo para aportar alguna estabilidad a una de las zonas más caóticas del planeta. Ni Rusia ni China, ni siquiera Irán, han objetado seriamente el principio de orden aparecido en Afganistán y alguna de las vecinas ex repúblicas soviéticas de la mano de EE UU.
La pacificación está lejana. Continúan las luchas entre los caciques afganos, y el frágil Gobierno interino del moderado Ahmid Karzai dista de controlar el país. Sólo en Kabul y sus alrededores las fuerzas internacionales garantizan un remedo de orden público, y aun así se producen actos terroristas, algunos extremadamante audaces. Transformar las milicias tribales en un ejército nacional llevará años. Pero el país, abrasado por décadas de guerras, parece emerger lentamente, como lo sugiere el regreso de casi millón y medio de refugiados. Y la mejoría sería más acusada si fluyera regular y ordenadamente una parte de los 4.500 millones de dólares prometidos por la comunidad internacional. Pocos aventuraban hace un año que Afganistán prepararía elecciones para 2004. El lugar, aunque descoyuntado, es más habitable que aquel en que un puñado de psicópatas con determinación y dinero pergeñara el mayor acto terrorista de la historia.
Lo conseguido, sin embargo, puede dar al traste en buena medida si Bush da finalmente luz verde a la invasión de Bagdad, una opción acariciada por la Casa Blanca y sus militares desde el comienzo de los ataques contra Afganistán. Los temores que entonces no se hicieron realidad acechan ahora multiplicados por la dimensión de Irak, su localización estratégica y la envergadura militar y económica del país de Sadam Husein. Cuando al cabo de un año la acción de EE UU en Afganistán ha hecho poco más que comenzar, según sus responsables, asusta imaginar la magnitud de las fuerzas desatadas y los requerimientos globales de todo tipo implícitos en una acción de la envergadura necesaria para derrocar a Sadam.
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