Cómo perder amigos
Cuando en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial se difundió el Cómo ganar amigos, de Dale Carnegie, a modo de anuncio de los nuevos tiempos, Estados Unidos, como nación, tenía pocos problemas a este respecto. Y es que, contrariamente a lo que hoy pueda parecer, cabe en lo posible ser potencia hegemónica y ofrecer una imagen sugestiva al mundo entero, las dos cosas a la vez. Las manifestaciones antiamericanas de entonces, el yankee go home, eran simples eslóganes de los diversos partidos comunistas, carentes de verdadero arraigo social. También había soldados norteamericanos destacados en Europa que -como bien observaron Hemingway y Gertrude Stein- descubrían con asombro que las ideas de Hitler contra las que habían luchado eran muy parecidas a las propias. '¡Pero si aquel hombre tenía razón!', comentaban entre sí.
Las cosas han cambiado mucho desde aquella época, en especial tras el atentado contra las Torres Gemelas. Ese atentado le valió a Estados Unidos la solidaridad del mundo entero -a excepción de los terroristas y sus partidarios-, de modo que, si apenas un año más tarde el panorama es tan distinto, habrá que preguntarse por lo que ha sucedido. En el curso de los pasados meses, Estados Unidos se ha desahogado en Afganistán, machacando y erradicando un régimen teocrático verdaderamente pavoroso. Sólo que ese régimen no era ni podía ser el responsable de los atentados del 11 de septiembre y los verdaderos culpables siguen sin castigo. Cuando cayeron las primeras bombas ya se escribió -yo mismo lo hice- que, puestos a buscar responsabilidades, el territorio indicado para hacerlo no era el de Afganistán, sino el de Arabia Saudí. Ahora Bush se presta a atacar Irak, un país todavía menos relacionado con el atentado, por mucho que lo celebrara -al igual que casi todos los países islámicos-, y que a Sadam hubiera podido complacerle dar personalmente la orden. Sadam es, sin duda, un mal sujeto, y su régimen, una tiranía arcaica puesta a punto merced a la avanzada tecnología de que dispone. Pero todo induce a pensar que si la explosión del Maine fue un pretexto para declarar la guerra a España, la anunciada guerra contra Irak es un pretexto para otra cosa.
¿Qué otra cosa? ¿El petróleo? ¿El empeño de Bush hijo en completar la guerra iniciada por Bush padre? Parece evidente que el petróleo iraquí, a modo de complemento o reemplazo del saudí, juega un papel determinante. En cuanto a la explicación psicológica, teniendo en cuenta que ni Bush padre ni Bush hijo son enteramente dueños de sus decisiones, lo que tal vez arroje cierta luz sobre este asunto sea el preguntarse por qué las tropas norteamericanas se detuvieron a las puertas de Bagdad cuando la guerra del Golfo, así como si aquel acto inacabado tiene algo que ver con la situación presente. Son varios los comentaristas -Alain Touraine, en estas mismas páginas- que ven inevitable, más tarde o más temprano, un choque con Arabia Saudí; estoy convencido de que tienen razón. Por mucho que los socios norteamericanos de los intereses petrolíferos árabes se empeñen en que los saudíes -príncipes o no- son sus amigos, las evidencias en contra resultan ya excesivas. Ahora bien, ¿cómo pelearnos con quien afirmamos que es nuestro amigo? Por el momento, el amigo saudí se opone frontalmente a una nueva guerra con Irak, un país que en teoría es su enemigo más irreconciliable. Y es que si bien en apariencia Estados Unidos no hace sino seguir su tradicional política de golpear a los musulmanes laicos en beneficio de los islamistas, el régimen saudí es muy libre de pensar que en esta ocasión la guerra con Irak puede no ser más que un pretexto, que el verdadero objetivo de la campaña en ciernes no es otro que Arabia Saudí. Los pasos concretos que hay que dar ni el propio Pentágono puede conocerlos del todo, ya que, afortunadamente, las cosas nunca salen exactamente tal y como han sido previstas. Sin duda, el procedimiento más sencillo sería el de intervenir en Arabia como consecuencia de un previo derrocamiento del actual régimen saudí, producido dentro del marco de las inevitables convulsiones políticas que han de multiplicarse en todo el Oriente Próximo en cuanto se inicie el ataque norteamericano a Irak. De ese modo, Estados Unidos intervendría en Arabia no para derrocar a un amigo, sino para castigar a quienes lo han derrocado. Supongo que la figura indicada para hacerse cargo de la situación resultante -escarmentados como están a estas alturas los norteamericanos del excesivo fervor religioso- sería la de un militar tipo Musharraf, un hombre de orden, moderado y de religiosidad más bien tibia.
Una situación como la presente y sus previsibles consecuencias de orden político y económico no podía sino suscitar el recelo de Europa, de Rusia, de China, de Japón, por lo que el respaldo conseguido por Estados Unidos tras el 11 de septiembre se ha trocado en un progresivo distanciamiento. Bush obtendrá forzadas adhesiones de última hora, pero el único dirigente que le ha respaldado desde el principio y sin reservas ni condiciones es Blair. Lo que en el fondo no deja de ser una suerte, ya que todo lo que el Pentágono desconoce acerca de Oriente Próximo para el Foreign Office es pan comido, como bien se puso de manifiesto hace unos años en Omán, donde Inglaterra consiguió darle la vuelta lo más limpiamente posible a un estado de cosas muy similar al imperante en Arabia Saudí. Pero Irak no es Omán, y la existencia en su interior de por lo menos tres agrupaciones étnico-religiosas -sunita, shiíta y kurda- asentadas en territorios fácilmente delimitables supone una amenaza de repercusiones potencialmente muy graves para algunos de sus vecinos, como Irán o Turquía.
Por otra parte, una cosa es el apoyo de tal o cual Gobierno y otra el de la opinión pública. Y, probablemente, la opinión pública inglesa termine siendo tan poco favorable a este tipo de intervenciones unilaterales como la del resto de Europa, de Rusia, de China, de Japón. Lo decisivo, sin embargo, no es la opinión pública de todos esos países juntos, sino la opinión pública del país de Dale Carnegie, la opinión pública estadounidense. La violación o limitación de derechos y libertades y el recurso a la censura no son todavía, por lo que parece, motivo de preocupación para la sociedad norteamericana. Pero, del mismo modo que la América tradicional, la América pintada por Rockwell, ha dejado de creer en unos políticos que propician la pérdida de esa imagen tradicional y ya no vota, cabe esperar que la América de la nueva economía que en el curso del último año ha visto peligrar no ya sus empleos y sus jubilaciones, sino sus propias formas de vida ante el embate de los escándalos que estallan a derecha e izquierda, acabe también retirando su apoyo a unos dirigentes políticos excesivamente identificados con el Gran Dinero. Al menos, eso, cabe esperarlo.
Luis Goytisolo es escritor.
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