Autonomía alemana, ¿autonomía europea?
Si acaso, la malhumorada y maleducada actitud de la Administración de Bush, especialmente de Rumsfeld, puede haber reforzado la posición del Gobierno alemán, contraria a un aventurismo armado de EE UU en Irak. Esta Alemania, sociológicamente el más americano de los países europeos, puede alentar una línea de autonomía europea respecto a las veleidades imperiales de esa Administración, que ve que se ha abierto una ventana de oportunidad para imponer su orden mundial. Y, efectivamente, se ha abierto. A juzgar por lo ocurrido en la reunión informal de ministros de Defensa de la OTAN, con el impulso a una fuerza de despliegue rápido, EE UU parece querer buscar de Europa una especie de Legión Extranjera, antes que una fuerza europea autónoma. Ahora bien, Europa no podrá hablarle de tú a tú a Estados Unidos en el terreno militar hasta que no disponga de una mayor autonomía. Esto no significa llegar a poseer bombarderos furtivos de última generación. Pero sí le urge gestionar mejor, y probablemente aumentar, su gasto militar.
Antes de empezar a rectificar su tono, como lo está haciendo, la Administración de Bush debería haber comprendido que no se puede tratar así a un aliado como Alemania, país central de la Unión Europea, hoy el Estado de la UE que más contribuye a misiones militares internacionales, y que a partir de enero se sentará en el Consejo de Seguridad de la ONU. Cabe recordar, además, que una posición europea no se hará sin Alemania. Por eso es tan importante, aunque difícil, reinventar el eje franco-alemán, necesario pese a no ser ya el único. Quienes apuestan por el flanco constituido por Londres, Madrid y la Roma de Berlusconi apuestan por la marginalidad, o la periferia respecto a un centro que no sería Bruselas, sino Washington. A España le ha ido siempre mejor cuando se ha asociado al eje franco-alemán, al que, si se recompone, se acabará sumando Blair. Pues esta Europa va a gravitar en torno a Berlín, París y Londres. Además, la experiencia demuestra que EE UU siempre hace más caso a los aliados con criterios propio. El apoyo sin condiciones, salvo en el especial caso británico, lo descuenta. Alemania también ha entendido que el mensaje de Washington no estaba sólo dirigido contra Berlín, sino a los nuevos o futuros socios de la UE y la OTAN, más pro-EE UU que europeístas.
Schröder no ha ido más allá que el senador Dashle o que Al Gore, que ha apuntado a dos peligros: que una guerra contra Irak reste capacidades para la lucha contra el terrorismo global, y que, con la doctrina de la guerra preventiva, se genere mayor resentimiento y hostilidad internacional hacia EE UU. La actitud alemana, que no partía de, pero que puede peligrosamente girar, hacia un antiamericanismo, podría contribuir a aumentar las diferencias en el seno de la UE. Éstas pueden verse reflejadas a partir de enero en un Consejo de Seguridad en el que se sentarán cuatro Estados europeos con distintas visiones: Alemania y España, tras su elección el viernes, y Reino Unido y Francia (miembros permanentes). A pesar de la docilidad creciente de los europeos en la cuestión de inmunizar a EE UU frente a la Corte Penal Internacional, quizás Europa avance desde sus discrepancias internas, en vez de, como hasta ahora, desde el (pequeño) mayor denominador común. Incluso Blair parece haber entendido que su papel no es tanto el de convencer a Schröder de que vuelva a la recta vía, sino de servir de puente, lo que implica también informar a Washington del ambiente que se respira en muchas partes de Europa, con unas sociedades divididas en torno a qué hacer con Irak, como ha puesto de manifiesto la importante manifestación en Londres. Dependiendo de cómo fuera, una guerra contra Irak podría marcar una divisoria en muchos sentidos, incluso en la política española. Y si guerra hay, será un principio, no un final.
aortega@elpais.es
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