Los delfines y el amor
Si un segundo basta para morir, cómo no va a alcanzar para cambiarnos la vida. Ese día de verano, un cubano de nombre Alejo Carpentier Valmont estaba de paso por la isla de Guadalupe y tanto salitre debió de abrirle el apetito; en aquella calle, que imagino paralela a la costa, las pizarras de varios restaurantes anunciaban sus mejores tentaciones, por lo que resultaba difícil elegir el sitio ideal sin temor a equivocarse. El hambre manda. El viajero se decidió por uno que le pareció especialmente agradable por sus toldos verdes y aquellos siete mapas antiguos que colgaban como diplomas en la pared. Era hombre de disfrutar por igual los espacios arquitectónicos y la realeza del menú. No podía saber entonces, al sentarse a una mesa de la terraza, que allí encontraría el tesoro de un personaje: Victor Hughes. Se lo presentó el dueño del comercio, un chef amante de la historia que atendía personalmente a los comensales. En alguna escaramuza de la plática, el señor pintó a voz alzada la figura de un joven marinero parisino, emisario de Robespierre, que unos 160 años atrás había atravesado la misma calle que Alejo acababa de recorrer con la barriga vacía. En las postrimerías del siglo XVIII, el tal Hughes llegó a la diminuta isla con el mandato de avivar la ventolera de la Revolución Francesa en las colonias remotas. Si Alejo curioseó los mapas que decoraban el restaurante, de seguro pudo comprobar que Guadalupe es un paraíso tan pequeño que muchos cartógrafos de la corona inglesa ni siquiera sabían dibujar sus contornos. En el primer mapa, por ejemplo, le daban forma de higo, en el segundo ya era menos que una semilla de guanábana, y sólo en el séptimo acababa pareciéndose a la verdad: una pieza perdida en el rompecabezas de las Antillas.
Alejo debió de alucinar al Victor Hughes que reverberaba en sus ficciones: acaso lo vio caminar por la acera de enfrente del restaurante, de espaldas, dejando en el aire un rastro de sudores mezclados. 'Me la juego: era masón y tuvo una novia llamada Sofía', pensó el cubano, poseído por la fiebre de saberlo todo sobre ese joven fantasmal, y además averiguarlo pronto: una de las angustias más tenaces de los narradores, al visualizar el fresco de un relato en un arrechucho de lucidez, es que un colega se le adelante y robe la historia sin creerse ladrón. De haber escogido otro sitio para almorzar, Alejo nunca habría escrito el monumento literario que iba a darle un lugar de honor entre los grandes prosistas del siglo XX. Gracias a los vasos comunicantes que emparejan la realidad con los febriles imaginarios de los escritores, El siglo de las luces ensamblaría cada aventura de su vida al unir en un mismo universo narrativo la sangre francesa de su padre (el arquitecto Carpentier) al edén caribeño que lo seducía entre embrujos de vudú y la nostalgia rusa de su madre (Madame Valmont, amante de la música) a sus años de habanero fugitivo en un París surrealista, capital del arrebato y la modernidad. Alejo llevaba publicados varios títulos, entre ellos El reino de este mundo (1949) y Los pasos perdidos (1953), y de cierta forma estaba atrapado en las redes de un mar de naufragios y ánimas insepultas, el Caribe, y un mar de selvas y misterios, el Amazonas profundo. Diríase que Victor Hughes lo había estado esperando desde que desapareciera en los pasadizos de un mundo bien diferente al de sus sueños juveniles, decidido a abandonar para siempre el limbo donde viven los personajes de los libros que aún faltan por escribirse, para resucitar en una novela que estaba llamaba a ser más apasionante que su vieja vida, porque el Victor de Alejo es más real que el modelo (como suele suceder, es un decir, con los muchachos musculosos que posaban desnudos ante Rodin y de los que hoy solamente podremos admirar sus glúteos de piedra).
Críticos de puntería han destacado el relámpago de brillantez extrema que fue la aparición de El siglo de las luces en 1962, a las puertas de que en Occidente estallaran las tormentas del mayo francés, el terremoto hippie y las rebeliones morales de los sesenta. No hay canon de academia que no incluya la novela en el catálogo de los clásicos. Los abanderados del prestigioso boom latinoamericano (García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa) han reconocido la verdad de que sin aquel deslumbramiento literario jamás hubieran desenredado sus propias fabulaciones con el fervor y desmesura que lo hicieron, pues la libertad creativa que había conseguido Carpentier les aclaró el camino: no hay buena novela que no sea universal. Resulta obligatorio pensar en grande; si no, ¿para qué caernos a mentiras unos a otros con historias que se olvidan al doblar la hoja y personajes de papel que abandonamos a mitad de la travesía sin importarnos su buena o mala suerte? Recuerdo cuando terminé de leer El siglo de las luces en una pizzería de La Habana. Acababa de cumplir 18 años y asumía mi mayoría de edad en el vértice de una revolución similar a la que planearon Victor Hughes, su novia Sofía y los buenos amigos Carlos y Esteban; al evocar ese momento puedo volver a sentir el temor de entonces al comprender -lo supe al cerrar el libro- que un gran error de Dios fue permitir que los muchachos envejezcan antes de tiempo por carecer de una ilusión, que la esperanza pueda desplomarse ante el peso de los delirios políticos y que la inocencia se abochorne de la ternura por obra y desgracia de dictadores mequetrefes que se sienten más dioses que el propio Dios. De eso trata El siglo de las luces, una novela subversiva porque nos hace pensar en nosotros mismos: de ahí su peligrosidad.
Vuelvo a los vasos comunicantes. Alejo Carpentier cuenta que, ya publicado el libro, conoció en París a Ivon de Saint Quintin, un descendiente directo de Victor Hughes, que le entregó en confianza unos documentos de familia que acreditaban lo que el escritor había fantaseado: durante su estancia en La Habana, Victor frecuentó centros masones con fines conspirativos, y en algunos de sus compañeros de cofradía consiguió sembrar ideas de libertad, tal y como se comprobaría años después al encenderse la antorcha independentista en Cuba. Una tarde de verano, o quizás de invierno, o tal vez un viernes a la salida de una logia de extramuros, mientras buscaba, eso sí, un sitio donde almorzar porque tanto salitre le había abierto el apetito, Victor conoció a la muchacha que habría de romperle el corazón con el sablazo de unos ojos demasiado azules o demasiado tristes o demasiado criollos: era Sofía, la de carne y hueso. ¿Quién niega la posibilidad de que, en alguna marisquería de la playa (las rodillas rozándose bajo el mantel de la mesa), él y ella jugaran a pensar que allá en el lejano siglo XX alguien contaría en una novela épica de 600 páginas la historia de cómo nació en el Caribe una sociedad igualitaria inspirada en esa Declaración de los Derechos del Hombre que ellos recitaban entre mordidas de enamorados con la calentura de quien defiende los diez mandamientos de la justicia en una tribuna pública, y al inventarle un nombre al imaginario cronista hayan elegido el de Alejo? Supongo que esa tarde, según los documentos de Ivon de Saint Quintin que yo imagino, ninguno de los dos haya catado el agror de sus limonadas, ansiosos por levantar castillos en el aire antes de irse a hacer el amor entre las olas como debe ser: como delfines.
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