El mejor artífice
Uno de los muchos lugares comunes que todavía aíslan la obra de Jorge Luis Borges de muchos de sus potenciales lectores afirma que se trata de un escritor para escritores. Nada tan falso; es más: cabría incluso argumentar que, para un escritor en ciernes, sobre todo si escribe en castellano, la lectura precoz de Borges (como, digamos, la de Shakespeare o Proust) puede resultar paralizante, pues fácilmente le llevará a la conclusión -por otra parte, nada infundada- de que el escritor argentino ya lo ha escrito todo. La realidad es que Borges es un escritor para lectores: no sólo porque él se sintiera antes lector que escritor, un oficio este último que juzgaba menos intelectual y más indigno que el primero; también porque el impulso infalible que produce la lectura de Borges no es el de escribir, sino el de leer todo lo que él ha leído, lo cual es, desde luego, imposible. Claro está que, como todo gran escritor, Borges crea su propio lector, un lector minucioso y hedónico, encarnizadamente entregado a una lectura a brazo partido, que es la única que permite extraer de su obra todo el placer incomparable que alberga. Por lo demás, me parece muy difícil escribir en castellano -y casi en cualquier otra lengua- sin haber asimilado el legado de Borges: la prueba es que, si existe en literatura eso que suele llamarse posmodernidad -y no veo por qué no va a existir-, entonces Borges es, sin duda, su fundador; la prueba es que muchos narradores fundamentales de nuestro tiempo -de Calvino a García Márquez, de Thomas Pynchon a Robert Curver- no pueden sencillamente entenderse sin él. Dice Cabrera Infante que Borges es el mejor escritor en español desde Quevedo. No seré yo quien le contradiga.
Historia universal de la infamia ocupa un lugar peculiar en la obra de Borges. Se publicó en 1935. Borges acaba de cumplir 36 años y ya no es un joven escritor, pero tampoco un escritor del todo maduro, porque faltan todavía nueve años para que publique Ficciones; eso sí, ha escrito mucho y ha fundado revistas y publicado tres libros de poemas y cinco de ensayos, y el vanguardismo arrebatado de su juventud empieza a quedar atrás. Borges ya ha escrito prosa; pero no prosa narrativa: éste es su primer intento. Un intento tímido, como si -salvo en Hombre de la esquina rosada- aún no se atreviera a escribir cuentos directos y anduviera todavía en busca de esa singularísima mezcla de ensayo y relato con la que atinará al año siguiente, en El acercamiento a Almotásim, abriéndole las puertas de sus grandes libros posteriores. Por eso las biografías de infames que constituyen la primera parte del libro no son sino juegos literarios o, como dice el propio Borges, ejercicios de alguien 'que no se animó a escribir cuentos y se distrajo en falsear y tergiversar ajenas historias'. Así, inspirándose en Vidas imaginarias, de Marcel Schowb, Borges parte de personajes históricos cuyas vidas deforma deliberadamente de acuerdo con los caprichos rigurosos de su imaginación; el resultado es un puñado de vertiginosos relatos de aventuras exóticas y a menudo hilarantes, poblados de atroces redentores, impostores inverosímiles, proveedores de iniquidades y asesinos desinteresados, de piratas aguerridos y cruelísimos como la viuda Ching, a quien no consiguieron derrotar las armas del emperador, pero sí una fábula inscrita en una muchedumbre de cometas, o, como el maestro de ceremonias Kotsuké no Suké, 'varón inaccesible al honor', cuyo celo (o cuya displicencia) provoca la muerte del señor de la Torre de Ako y la dilatada venganza de sus capitanes, que alimenta durante siglos una leyenda de lealtad sobrehumana, o, como Hakim de Merv, un tintorero del Turquestán cuya cara, que ciega a los hombres, le insta a proclamarse profeta de una nueva y atroz fe de guerra y de martirio, y a instaurar una cosmogonía sin esperanza en la que 'el asco es la virtud fundamental'. No comparecen en estas páginas barrocas los espejos, tigres, laberintos y bibliotecas que, en sus libros futuros, Borges convertirá en símbolos y emblemas inimitables -y, sin embargo, demasiado imitados- de su universo literario; lo hacen, siquiera de forma incipiente, en la última sección del libro, titulada 'Etcétera', donde se recogen un puñado de fábulas mínimas o pases de magia que anticipan los prodigios de Ficciones o El Aleph: un teólogo que testarudamente niega que la caridad sea necesaria para entrar en el cielo sin saber que él mismo ya habita el infierno; la puerta fatal de un castillo que se abre a una sucesión de maravillas y a la destrucción de quien osa abrirla; un ingrato aprendiz de brujo que es víctima de su propia ingratitud; un hechicero que convoca en la palma de su mano todas las cosas infinitas que han estado y están y estarán en el mundo... En rigor, sin embargo, estas historias no pertenecen a Borges (quien sólo traduce y recuenta historias de Swedenborg, de Las 1001 noches, de don Juan Manuel, de Burton), pero, gracias al poder de la palabra, Borges las convierte en historias rigurosamente borgianas y demuestra que la verdadera novedad se halla siempre en el pasado, que la noción de plagio es meramente mercantil y que sólo los escritores que carecen de originalidad persiguen desesperadamente la originalidad. El volumen se completa con Hombre de la esquina rosada, un relato de malevos porteños en el que pueden reconocerse los temas y las atmósferas de Borges, pero no su voz, y que por alguna razón misteriosa se ha convertido en uno de sus relatos más célebres, siendo uno de los menos borgianos y acaso de los menos conseguidos.
Ignoro si Historia universal de la infamia es la mejor entrada al universo de Borges; como he notado que es un libro que suele gustar a quienes gustan poco de Borges, tiendo a pensar que no lo es. Pero da lo mismo. Cuando se accede a la felicidad de leer a Borges, ya no se distingue mucho entre un libro y otro: sólo se lee a Borges; pero también conviene advertir que, cuando se entra en Borges (como cuando se entra en Shakespeare o en Proust), ya es muy difícil salir de él. Esa contraindicación debería figurar en todos sus libros.
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