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Columna
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Atalaya

Una cosa es la atalaya de la Historia y otra la Atalaya de la Memoria. La primera es crítica y rigurosa, con afán de veracidad. La segunda se construye para cohesionar una comunidad con el recuerdo y la liturgia. La primera aspira a ser ciencia del hombre y a tener un acercamiento analítico a las sociedades. La segunda, no; antes que la veracidad, busca generar metáforas compartidas sobre el pasado, reconstruirlo para consumo emotivo de un grupo humano. Las dos cosas se han dado y ambas tienen su justificación, distinta en cada caso.

El Ayuntamiento de Hondarribia ha lanzado el proyecto denominado Atalaya de Sancho el Mayor, un monumento al rey de Pamplona, luego de Navarra, conde de Castilla, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, protector del duque de Aquitania y rey-emperador de León. Fue el primero en ser llamado 'rey de las Españas' y 'emperador'. Hijo de navarro y leonesa, casó con castellana, y se le consideró monarca resuelto y hombre tolerante con las tendencias intelectuales, religiosas y políticas de la época. Fue un político bien informado. ¿Por qué no un monumento a un personaje tan memorable? ¿Por qué no?

La Atalaya de la Memoria tiene estas cosas: nunca se hace en memoria de los muertos, sino a mayor gloria de los vivos. No es sino un relato en relación inmediata con el presente. Y bien está. ¿Acaso los vivos no nos merecemos disfrutar de fiestas rituales, reunirnos en Navidad (dicen que nació Jesús), admirar a Gandhi (Gesto por la Paz) o a la Ilustración (Bascongada) y tener como patrón a un guerrero iluminado como fue Ignacio de Loyola (Ranke dixit)? Lo hicieron los cristianos desde Pablo, que convirtió aquel 'éste es mi cuerpo que será entregado por vosotros; haced esto en memoria mía' en el corpus mysticum de toda la comunidad cristiana: 'Somos un solo pan y un solo cuerpo, y todos participamos del mismo pan'. Luego lo hicieron las naciones. Y está bien.

Bien estaría si desde una institución pública, expresión de la voluntad más general y consensuada, no se le hubiera dado un cariz partidista al asunto: Sancho el Mayor, 'Rey del Estado Vasco'. Lleva razón el medievalista Julio Valdeón cuando dice que resulta grotesco hablar en el siglo XI de un Estado (y aún mayor si le adjetivamos 'vasco'). Pero Sancho III reinó sobre Fuenterrabía, y siempre habrá un historiador o una escritora de folletines medievales que digan otra cosa. Sin duda, habrá historiadores que duden de que la Virgen hablara al pastor para que se le erigiera un santuario en Aránzazu (en Guadalupe, Extremadura, ocurrió otro tanto, y en tantos otros sitios). Pero apenas si importa: por ello trabajaron Sáez de Oiza, Oteiza y Lucio Muñoz, gente más bien descreída. Y acuden a miles al lugar a ver a la patrona. ¿Por qué no?

Por lo demás, no es original ni tan vieja la idea de una Fuenterrabía navarra. Aparte de otros episodios, el 21 de septiembre de 1936 (el día 5 había caído Irún), los ayuntamientos carlistas de Fuenterrabía e Irún pedían a la Diputación Foral de Navarra su incorporación al Viejo Reino. La iniciativa partió de Zaragoza y Jaca (¿memoria de Sancho III?). No prosperó. En fin, paradojas de la historia.

El hecho insensato no es que la iniciativa del PNV de Hondarribia ofenda a la razón histórica. Lo grave es que ofende a los vivos. A una parte de los vivos de Navarra y del País Vasco. Eso invalida un símbolo como referente general. Pero, tampoco es tan grave, creo. Que lo hagan: hay tanto monumento a demoler por ahí...

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Lo que empieza a resultar urgente es que los historiadores, clérigos de un saber crítico, traspasen las puertas de la academia para entrar en un debate moral público, como se ha hecho en Alemania, Italia o Francia. Depurar la memoria colectiva de la estulticia, y, sobre todo, de algunas de las perversiones del siglo XX (guerra civil, franquismo, y, sin mezclarlos, de la torpeza con que se conduce eso de la memoria nacional, la que sea).

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