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Columna
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Desinformación

Jesús Mota

Por definición, todos los gobiernos desarrollan una política económica; pero uno de los rasgos decisivos de la gestión económica durante los los últimos seis años es que el Gobierno no explica cuál es. Un error muy común, que los gobiernos aprovechan a fondo para ahorrarse explicaciones, es identificar los objetivos con la política económica propiamente dicha. Así, por ejemplo, Rodrigo Rato y Cristóbal Montoro han insistido en que la política económica del Gobierno popular consistía en reducir el déficit, equilibrar las cuentas públicas y favorecer la creación de empleo. Pero eso son sólo los objetivos que, por cierto, seguramente comparten, hasta los límites marcados por los compromisos ideológicos o sociales correspondientes, muchas fuerzas políticas. Para definir una política económica no sólo hay que explicar los objetivos; también hay que explicar los medios o instrumentos que se utilizarán para conseguir esos objetivos y, además, quienes serán los beneficiados y quienes los perjudicados por esa política. Porque como quien saben todos los economistas de todas las ideologías, todas las decisiones económicas tienen un beneficiario y un perjudicado, un beneficio y un coste.

Para definir una política económica no sólo hay que explicar los objetivos, sino quienes serán los beneficiados y los perjudicados

De las explicaciones del equipo económico del Gobierno se deduce que no existen ni instrumentos ni costes. Si se aceptan los mensajes oficiales, la reducción del déficit público se habría conseguido sin subir los impuestos, sin recortar los gastos sociales, aumentando la inversión pública en infraestructuras y remunerando con largueza principesca a los funcionarios públicos. La economía española vive en un limbo económico en el que gracias a los milagrosos oficios del Gobierno productores y consumidores, empresarios y trabajadores, obtienen beneficios permanentes sin pagar el menor coste por las decisiones privadas o públicas. Todas las leyes económicas quedan suspendidas, faltaría más, para que resalte la excelencia de las decisiones gubernamentales.

Una pieza fundamental en la definición de esta economía indolora e insípida es la supresión de todas las fuentes de información que puedan quebrar la imagen de perfección que se transmite desde los gabinetes ministeriales de prensa. Es conocida la supresión de las memorias e informes sobre la gestión tributaria que anualmente permitían a los ciudadanos conocer, con cifras oficiales, cómo se recaudaban los impuestos, qué estratos de renta soportaban el mayor peso tributario y cómo se distribuían los gastos públicos. Tampoco se facilitan desde 1996 memorias detalladas sobre la persecución del fraude fiscal -un delito que al parecer no existe en la idílica economía custodiada por José María Aznar y sus ministros económicos- y las estadísticas mayores (Encuesta de Población Activa, IPC) aparecen fragmentadas con frecuencia por la elaboración de nuevas series estadísticas que impiden la comparación razonada y fiable con el pasado. La tarea de cegar las fuentes de información oficiales -¿quizá para cercenar la crítica?- brilla con luz propia en dos decisiones recientes: el cierre perentorio de la subcomisión de privatizaciones -antes, por cierto, de que los diputados pudiesen reclamar los informes sobre Trasmediterránea- en el mes de julio, cierre que acabará con la ya escasa información transmitida al Parlamento; y la desaparición no menos drástica del Boletín Estadístico del Ministerio de Fomento que daba cuenta pública de las estadísticas sobre licitación oficial, precios de la vivienda, visas de obras o los índices de costes de la construcción. Debe ser casualidad que la política de vivienda ejecutada por Francisco Álvarez Cascos sea criticada por su desidia y su incapacidad para bajar los precios del suelo y de los pisos. La vivienda es un factor de bienestar social que, debido a la sumisión ministerial a los intereses de promotres y constructores, se ha convertido en los dos últimos años en un signo de malestar.

La misma estrategia de desinformación se observa en la política de tarifas de los servicios esenciales, como la electricidad o las telecomunicaciones. Ni Rato, ni Piqué explicaron por qué durante un lustro se han aplicado fórmulas de rebajas sistemáticas de precios -poco dañinas para las cuentas de resultados de las empresas porque repartían entre la empresa y el consumidor las ganancias anuales de productividad-; y Piqué y Folgado no explican ahora por qué se pasa a una fórmula de subidas por debajo del IPC. Deberían explicarlo, para que los consumidores sepan quién paga, quién cobra y, sobre todo, qué errores empresariales -¿privados?- hay que facturar.

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