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Tribuna:TRIBUNA SANITARIA
Tribuna
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Los problemas neurológicos de las nuevas modas sociales

La conciencia social de las enfermedades y de sus factores de riesgo es todavía escasa en las dolencias neurológicas. El conocimiento de las enfermedades del corazón, el cáncer o el sida, por ejemplo, y de los elementos que las favorecen o las previenen, está mucho más difundido. Dentro de las neurológicas, las únicas conocidas son las neurodegenerativas y el ictus, consideradas como 'enfermedades de viejos', a las que nos sentimos condenados por la fatalidad si no se cruza antes la piadosa muerte. Esta percepción es incompleta puesto que existen enfermedades neurológicas muy graves, en gente muy joven, cuya prevención es muy fácil. Me refiero ahora a las que podemos llamar 'complicaciones neurológicas de las modas sociales', en las que incluiré cinco grandes grupos: secuelas neurológicas de los traumatismos craneomedulares, del alcoholismo, de la drogadicción, del complejo anorexia-bulimia y de la potomanía.

Empezamos a ver casos de Parkinson irreversible en chavales que toman drogas de diseño

Los programas de trasplantes han logrado récords de intervenciones salvadoras de vidas en España. Por desgracia, esas intervenciones son sólo posibles gracias a las donaciones, la mayor parte de ellas conseguidas de adolescentes fallecidos en accidentes de tráfico, de los que España también bate récords. Una de mis experiencias profesionales más impactantes es la visita hospitalaria de las mañanas de los sábados y domingos en las vecindades de la unidad de cuidados intensivos, donde docenas de veinteañeros llorosos y somnolientos esperan con ansiedad que se les diga si queda alguna esperanza de que sobreviva el amigo. Lo peor no son los 4.000 o 5.000 que mueren cada año; lo peor son los 20.000 o 25.000 que sobreviven con secuelas graves.

Los problemas del alcoholismo y la drogadicción consiguen mayor presencia en los medios. Pero lo que casi nunca se cuenta es que muchas de sus víctimas quedan con problemas persistentes, extraneurológicos -las lesiones persistentes del hígado en el alcoholismo o el sida en la drogadicción- y neurológicos. Se sabe que el alcoholismo constituye una de las causas más frecuentes de demencia. Ahora estamos empezando a ver casos de Parkinson irreversible en chavales que consumen drogas de diseño.

Los trastornos de la conducta alimentaria -el complejo anorexia-bulimia- tienen un componente de enfermedad profesional en las personas que deben mantener su peso en límites muy estrictos para conseguir sus objetivos profesionales, y otro social en las que tienen problemas de la percepción de sí mismas. En ambos casos pueden producirse problemas psiquiátricos, irritabilidad, insomnio, anemias, pérdida de menstruación, etcétera, que muchas veces son irreversibles. En otros se producen déficit neurológicos persistentes, algunos de ellos muy graves, por ejemplo en situaciones severas de hipoglucemia, déficit de micronutrientes y trastornos de electrolitos, que pueden producir convulsiones, lesiones severas e incluso la muerte.

El último de los trastornos es la potomanía o consumo compulsivo de agua en grandes cantidades. El agua, en cantidades moderadas, es beneficiosa, pero de forma compulsiva, ingerida no para saciar la sed sino para aumentar la diuresis, para eliminar otros alimentos o para perder peso puede ser muy perjudicial. La diferencia entre una medicina y un veneno es la dosis, dijo Paracelso hace 500 años. El exceso patológico de agua corporal produce una dilución de los componentes de la sangre y del líquido extracelular que puede llevar a la muerte. A veces es difícil explicar cómo un trastorno tan elemental puede producir efectos tan terribles, pero se dan. Acabo de ver una paciente de veintipocos años en estado vegetativo persistente atribuible a una degeneración cerebral aguda que ocurrió, a pesar del correcto tratamiento, debido a potomanía. Que una persona joven haya llegado a esa situación por una moda tan estúpida es algo insufrible.

Las modas sociales han sido con frecuencia causa de enfermedad. Nestor Luján, en El Madrid de los Austrias, comenta la manía de las madrileñas del siglo XVII de comer barro para palidecer y así conseguir uno de los más reputados paradigmas de belleza. Que los madrileños de entonces se dejaran morir de anemia para parecer más pálidos puede ser una curiosidad histórica, atribuible al prejuicio y a la ignorancia; pero que nuestros hijos se jueguen la vida o se expongan a una complicación neurológica irreversible por una moda es una estupidez que debemos parar.

Sabemos que las conductas adictivas se producen por una mezcla de predisposición genética individual y de circunstancias externas al individuo. Todos tenemos una serie de sistemas cerebrales de autorrecompensa gracias a los cuales nos sentimos bien. Estos sistemas están controlados genéticamente, de modo que algunos tienen más facilidad para sentirse bien y otros lo tienen más difícil. El grado de satisfacción personal no sólo depende de nuestros genes, sino de nuestro entorno, de los objetivos que nos trazamos, de la agresividad del ambiente, del grado de frustración que tengamos que soportar. El riesgo individual de una conducta adictiva aumenta en quienes tienen más factores de riesgo genético y en aquellos que están sometidos a circunstancias ambientales más estresantes.

La sociedad en la que vivimos genera cada vez mayores exigencias sobre todos nosotros. Niños que sufren fracaso escolar y que tienen que competir desde edades tempranas; familias sobrecargadas hasta el límite de sus posibilidades; mujeres a quienes se exige éxito profesional y apariencia física de modelos. Un mundo, en fin, en el que a los jóvenes no se les ofrece alternativa o se les exige un precio inalcanzable. Esto está matando a nuestros hijos. Cuando ocurre la tragedia surge la sorpresa y la pregunta. ¿Cómo la policía no fue capaz de incautar esa partida de droga que ha dejado parkinsoniano a mi hermano? ¿Cómo los médicos no han podido curar a mi hija de un problema tan pequeño como beber demasiada agua? Siempre se busca un culpable. Los culpables somos todos si no somos capaces de cambiar la sociedad en que vivimos.

Justo García de Yébenes es neurólogo, Premio Jaime I de Investigación Clínica del año 2000.

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