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PREMIOS PRÍNCIPE DE ASTURIAS DE LA CONCORDIA
Columna
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La conciencia radical de un pueblo

Los grandes premios internacionales de la cultura, del humanismo vario, suelen ser prudentes, antiadhesivos, profilácticos, incapaces de incomodar. La concesión, en cambio, del Premio Príncipe de Asturias a la Concordia al intelectual palestino de nacionalidad norteamericana Edward. W. Said es todo lo contrario. Said no es un moderado, al menos tal como se entiende el término moderación en nuestro tiempo, que quiere decir cliente de Estados Unidos, sino un radical eruditamente encolerizado por todo lo que está pasando en Palestina, que, a su juicio, es la burla más grande que se ha dado en muchas décadas y bastante siglo de la justicia contra un pueblo. El hecho de que comparta el galardón con Daniel Barenboim amansa sólo parcialmente el significado del premio, porque apenas es el judío argentino menos crítico del Estado de Israel.

No es, por tanto, éste un premio en el que el primer ministro, Ariel Sharon, pueda hallar particulares motivos de regocijo.

Y, hasta cierto punto, es injusto que le hayan otorgado el galardón a Edward Said, porque éste, inevitablemente, habrá de conectarse con todo lo que ha escrito sobre el conflicto de Oriente Próximo -La cuestión de Palestina, El fin del proceso de paz, Crónicas palestinas, Pax americana, entre otras- cuando Said, aparte de un excepcional musicólogo y parece que más que excelente pianista, es uno de los grandes críticos literarios de nuestro tiempo.

Nadie mejor que el escritor palestino, nacido en Jerusalén en 1935 en el seno de una familia protestante, a los 15 años reconvertido en ciudadano norteamericano, para entender la relación profunda entre Jane Austen y buena parte de la novela inglesa del XIX y el imperio británico -Cultura e imperialismo-, o para someterse a una intensísima ducha fría en contra del eurocentrismo y visiones del mundo, en general, construidas a partir de la expansión europea en ese libro seminal que es Orientalismo.

Said, catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Columbia desde 1963, es un enragé que molesta infinitamente con sus textos a todos lo que no se atreven luego públicamente a criticarle, porque es tanta la evidencia de humanidad, sinceridad, más altas aspiraciones y ansias de paz y de justicia que le animan, que atacarle sería una patente de suicidio intelectual.

Y, más allá de Palestina, de la música y de la literatura, léase, por favor, Fuera de lugar, su última publicación en España para trabar contacto con un hombre, una pluma, un sentimiento; con la historia de cómo se puede ser todo eso con una dignidad sin límites en un mundo en el que casi nadie tiene tiempo ni ganas de escuchar una voz irrepetible.

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