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Columna
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Sobreeducación

Un reciente informe sobre consumo y economía familiar ha pasado de puntillas por la prensa, a pesar de que algunas de sus conclusiones resulten casi trágicas. Analiza las tasas de escolarización por comunidades autónomas y observa que, a mayor dinamismo del mercado laboral, más corto es el itinerario formativo de los jóvenes.

El informe se completa con algunas observaciones sobre la educación superior que hace unos pocos años habrían parecido sorprendentes. Por ejemplo, que el recurrido principio de que los estudios universitarios aseguran un mejor puesto de trabajo se va abandonando, ante las evidencias que interpone la tozuda realidad. Aquel prurito de toda familia modesta, que exigía de sus vástagos una carrera universitaria, está decayendo por momentos, al tiempo que se extiende la certidumbre de que alcanzar una determinada posición social no pasa tanto por la universidad como por una exitosa inserción en el mercado de trabajo.

El estudio resulta sorprendente (aunque mantiene algunos principios clásicos: por ejemplo, que los hijos provenientes de las familias con alto nivel cultural tienden a mantener un buen nivel de estudios) porque constata una vaga sospecha que ya habíamos empezado a alumbrar: la de que esos calvarios estudiantiles de los jóvenes, que acumulan títulos universitarios, másteres, idiomas, cursos y cursillos, más que una demostración de su nivel de autoexigencia, simbolizan simple y llanamente su dificultad para empezar a trabajar de una maldita vez en algún sitio.

De 1977 a 2001 la media del periodo de estudios postobligatorios se ha incrementado de 7,7 a 9,3 años. El discurso políticamente correcto impone aludir a la inmejorable preparación de nuestra juventud, a las necesidades de una sociedad tecnificada, a la formación continua y a todos esos fetiches discursivos de la modernidad. Pero el informe proporciona evidencias desalentadoras: en aquellas comunidades con un mercado laboral escuálido (Asturias, Castilla-León, Galicia, o nuestro enternecedor paisito) los jóvenes estudian más y durante más años; mientras que en aquellas más dinámicas (Murcia, Valencia o Cataluña) son menores las exigencias que se autoimponen los jóvenes.

El informe se atreve a hablar incluso de 'sobreeducación', aunque yo preferiría denominar al fenómeno 'burocratización educativa', con un tono más peyorativo, porque no parece que nuestro sistema docente deje de asistir a esta situación sin cierto grado de complicidad. La exigencia (y la angostura) del mercado laboral impone a los jóvenes una sólida preparación, pero también es cierto que, cuando el mercado no responde a las razonables expectativas que ellos han puesto en su propio proyecto vital, la única salida que les queda es continuar su educación con nuevas especializaciones, con el aprendizaje de más idiomas, con una hilera interminable de complementos a sus estudios superiores.

Hay un porcentaje de jóvenes que no dejan de estudiar, pero no por ello dejan de ser, laboralmente hablando, auténticos parados; estudian a la fuerza, para llenar su tiempo, y estudian con una inquebrantable fe en que cuanto más larga sea su preparación teórica mayores serán sus posibilidades de salir de esa trampa. La crueldad final demuestra, en el informe, que de poco valen esas voluntariosas ampliaciones formativas y que, en cualquier caso, la remuneración de un puesto de trabajo viene dada por la productividad del mismo, en modo alguno por las excelencias que haya alcanzado nadie en su cualificación. Nuestros jóvenes estudian con fanática paciencia, muy por encima de lo que sería razonable para su adaptación al mercado de trabajo.

No se trata, desde luego, de descalificar el estudio en sí mismo (aunque habría que ver cuántos aficionados quedarían a la cosa si les prometieran sin él un empleo digno) ni negar la necesidad de la formación continua; pero sí habría que llamar la atención sobre una cierta estafa social que nuestro tiempo ha deparado a los jóvenes, una estafa de la que todos somos responsables.

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