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Columna
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Hay un muerto en el jardín

Qué esconde la tierra que pisas, qué minerales, raíces, aguas ciegas o seres del subsuelo. Siempre me ha parecido inquietante pensar en ese mundo oscuro de debajo del mundo, pensar en esa tierra indescifrable donde el que cava puede encontrar una moneda antigua, un anillo perdido, una bala o un muerto. En España, las balas y los muertos están por todas partes, eso lo sabíamos muy bien los niños de los años sesenta, niños que al llegar el verano salían al campo y buscaban municiones de la guerra civil, balas, granadas, bayonetas y hasta obuses. En el campo de Las Rozas, donde yo vivía, encontrábamos esas cosas continuamente, nos poníamos a buscar donde había habido una trinchera, a los pies de la tapia del cementerio o alrededor de un búnker, uno de los muchos que quedaban en aquella zona que había sido el frente, y aparecían las balas, las insignias.

Una vez encontramos una pistola, una pistola rusa de las que llevaban los comunistas, según nos dijeron, y alguien nos hizo ir a entregarla al cuartel de la Guardia Civil; otra vez encontramos unas gafas que daban pánico porque, de algún modo, te dejaban ver al resto del muerto; y, en otra ocasión, cuando los padres de uno de nosotros fueron a hacer unas obras en su casa, encontraron un soldado en el jardín, un miliciano de uniforme, enterrado junto con su fusil.

Todo el pueblo fue a ver al miliciano, pero nadie supo quién era. Cuando pasó el tiempo, al mirar ese jardín tenías una sensación muy extraña, mirabas los manzanos o la parra plantados en aquel sitio misterioso y parecía como si las plantas fueran un extremo visible del más allá. Cuando el padre arrancaba uno de los racimos y empezaba a comerse las uvas, la sensación era aún peor. La muerte es el fin de muchas cosas, pero no de todas. El odio de los asesinos, por ejemplo, no acaba con la muerte, y después de 1939 el funeralísimo y sus victoriosos matarifes, arriba España, cometieron uno de sus peores crímenes, precisamente, contra los muertos: las víctimas del bando rebelde fueron buscadas, se les dio sepultura y se les hicieron monumentos hoy tan vergonzosos como el Valle de los Caídos; a los muertos de la República se los dejó en fosas comunes, en tumbas sin nombre, en camposantos hechos para los apestados. De Federico García Lorca para abajo, allí han seguido hasta ahora. Qué raro, a veces, ser español; 'español de puro bestia', como dijo el poeta César Vallejo. Ahora, sin embargo, las cosas empiezan a cambiar. No mucho, porque ahí sigue el Valle de los Caídos, ahí siguen la repugnante estatua de Franco, Franco, Franco en Nuevos Ministerios y las calles de Madrid y de otras muchas ciudades con símbolos fascistas, pero sí un poco. La Asociación por la recuperación de la Memoria Histórica es una parte muy importante de ese cambio, y su trabajo para conseguir que se localicen y abran las fosas comunes donde están los huesos de los ciudadanos republicanos ejecutados a miles en las cunetas de la nueva España-una-grande-y-libre; para conseguir que se les saque de ese purgatorio y se les dé un sepulcro digno de un ser humano, es un poderoso motivo para la esperanza.

Todos hemos visto las fotos de la fosa común abierta en Piedrafita de Babia, en León, y casi todos hemos sentido alivio al ver las calaveras salir a la luz, al ver las lágrimas agridulces de los familiares que, por fin, 60 años más tarde, han podido recuperar los restos de sus abuelos o sus padres, han logrado arrancárselos al olvido. Todos hemos sentido un poco de rabia al leer las cifras de los enterrados como perros, esos números del espanto que dicen 3.500 en Mérida, 2.500 en Sevilla, 2.000 en Gijón, 1.600 en Oviedo, 1.000 en Teruel... ¿Cuántos habrá en Madrid?

La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica ha llevado sus peticiones de ayuda hasta la ONU, pero ojalá no hubiese que llegar tan lejos para encontrar instituciones que apoyen ese acto de pura razón, de simple justicia. Ahora que se avecinan elecciones, sería fantástico, por ejemplo, que los candidatos a gobernar Madrid dijeran qué piensan hacer cuando sean presidente de la Comunidad o alcalde. ¿Ayudarán a buscar a los olvidados? Hasta que lo hagan, seguirá habiendo un muerto en cada jardín.

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