Escultor del espíritu
En estos momentos, tras el fallecimiento de una persona que ha mejorado nuestras existencias e incrementado nuestras inteligencias de manera tan positiva, en medio del dolor por la pérdida, uno no sabe bien qué resaltar más acerca de Eduardo Chillida, si su trabajo artístico o si su condición humana.
Del mismo modo que su vida nos unió con lazos de emoción artística, la muerte de alguien como él nos hermana a todos con sentimientos de respeto y gratitud, y por eso ahora uno se siente más cerca de querer referirse a la persona, al individuo, y dejar para otro momento menos penoso la descripción del destacado lugar que por méritos propios le corresponde dentro de la historia del arte.
Sin embargo, en Chillida resulta muy difícil separar las cuestiones humanas y las artísticas, porque ambas están fuertemente relacionadas; es más, el arte y el humanismo en él constituyen esencialmente lo mismo. De hecho, lo han sido y lo son siempre si se presentan con plenitud y sinceridad: el humanismo alcanza su más excelente desarrollo cuando utiliza el lenguaje del arte, y éste adquiere su elocuencia de mayor efectividad cuando se refiere a asuntos humanos. Éste ha sido el caso evidente de Chillida.
Chillida nunca fue nada parecido a un escultor interesado sólo en las novedades formales. Por supuesto, logró hallazgos plásticos inéditos hasta él y elaboró un lenguaje y vocabulario sumamente personales, pero esas investigaciones espaciales y gráficas estuvieron siempre alentadas por un sentido espiritual y filosófico, alejado por completo del ensimismamiento formalista y la esterilidad conceptual. Sus trabajos, lo que los demás veíamos, eran las manifestaciones físicas de sus pesquisas intelectuales sobre cuestiones básicas del ser humano: la luz, el horizonte, lo profundo, el temblor de la naturaleza, el viento... Cada escultura suya era la respuesta que él lograba formularse sobre estos asuntos.
Pero es que, además, Chillida alcanzaba a plasmar sus pensamientos en clave poética. Su investigación era especulativa y avanzaba en ella según se interrogaba, pero la expresión con que materializaba los resultados estaba siempre atravesada por fuertes dosis de lirismo. Nunca los materiales pesados parecieron más ligeros como cuando él los manejaba, ni más clara fue la luz de la profundidad como cuando nos la hacía mirar, ni más sugerente resultaba el acercamiento de dos sencillas líneas como cuando él las dibujaba sobre un papel...
Convencido de que la obra de arte debe ser elocuente por sí misma, acostumbraba a no prodigarse en explicaciones estéticas sobre su propio trabajo y, cuando se veía forzado a hacerlo, siempre encontraba su mejor aliado en el recuerdo de unos versos o en la evocación de una música.
La materia prima fundamental que trabajó Chillida fue el espíritu. Le reconoceremos siempre como escultor, pero, en el fondo, era un filósofo y un poeta que manipulaba materiales de la tierra. Que ésta le sea leve, como él lo fue con ella.
Javier González de Durana es director del Centro Museo de Arte Contemporáneo Artium de Vitoria.
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