Del mono azul a la bata blanca
La gente nacida a principios de la década de 1960 en un barrio industrial (pongamos en el Poblenou de Barcelona), vio cómo el paso de su adolescencia acompañaba la paulatina desaparición del paisaje cotidiano, el abandono progresivo de las naves y las fábricas que habían constituido el escenario de su fantasía. El núcleo de referentes de la niñez -la carnicería, el bar, el quiosco, la tienda cerrada y reconvertida por sus propietarios en un domicilio particular, la fábrica o el taller donde el padre había trabajado siempre- se desvanecía sin remisión, y en su lugar se alargaba la sombra de un vacío, el latido de una inquietud concretada durante las horas nocturnas y con unos signos amenazadores que los madrugadores contemplaban con miedo y asco: cristales rotos, mobiliario urbano hecho trizas, e indicios tan lúgubres como las cabezas de pollo que servían de armamento en las batallas campales que se organizaban en los solares devastados.
La ciudad real dejó paso a la ciudad espectáculo, y con ésta llegó la ciudad del conocimiento
Lo que anunciaba acaso el panorama matinal era la certeza de que los habitantes de noche no creían en la existencia del futuro, y que la sensación de un próximo fin del mundo a mediados de los años setenta, convocado ferozmente por la presencia de jóvenes ataviados con la indumentaria punk, era algo palpable e inmediato: en los suburbios de las grandes ciudades como Barcelona, en efecto, se estableció una situación de guerra civil que enfrentaba a la sociedad con un ejército de nihilistas que reclamaba el derecho a agonizar moralmente según las lecciones dictadas por los latidos del tiempo. Era la manifestación, en fin, del declive de los valores relacionados con la honestidad del trabajo y el ahorro, un instinto de paz y tranquilidad que era incompatible con el rostro que adquirían los barrios periféricos, la arquitectura de los años del desarrollismo, con la destrucción y la ruina que se apoderó de las formas de vida tradicionales de Poblenou: desear ya no era útil, y parecía que el objetivo se encontraba en perder más de lo que se había heredado.
Esta estética de la desaparición, el paisaje estéril y residual del Poblenou de principios de los ochenta, con zonas cerradas y fábricas y talleres y naves industriales al borde del derrumbe y cercanas a la fantasmagoría aparecen reflejadas, con el raro poder de la decrepitud, en las series fotográficas de Humberto Rivas o Joan Fontcuberta: no hay nadie, sólo el desierto urbano y el pasado industrial, los pecios de una memoria que deberá acostumbrarse a convivir con la presencia de los edificios de diseño, rodeados de zonas ajardinadas, que transformaron la fisonomía del Poblenou, y que ahora luchan para perdurar y convertirse en el paisaje cotidiano de la gente nacida a principios de la década de los noventa. Había triunfado, en definitiva, el discurso oficial sobre el futuro de la ciudad, la mercadotecnia urbana alrededor de la idea de que la ciudad debía seducir y convencer emocionalmente y crear un contexto que atrayera capitales, personas cualificadas y empresas competitivas.
La gente nacida a principios de los sesenta en el Poblenou (o en cualquier barrio industrial) fue la primera generación que dispuso de una oportunidad para traicionar el destino familiar. El futuro no era ya una repetición de la suerte laboral de los padres, sino que era posible el acceso a la Universidad y heredar unas formas de vida que se alejaban de las costumbres establecidas como señas de identidad del barrio. La ciudad real dejó paso a la ciudad espectáculo y, con ésta, llegó la ciudad del conocimiento donde la interrelación de empresas, universidades y centros de investigación fuera cada vez más estrecha y eficiente. Al fin y al cabo, uno de los cambios funcionales llegados con los noventa es la seguridad de que hay más bits que átomos, y que el uso de las batas blancas sustituye el mono azul. Cabe conjeturar, pues, la posibilidad de que alguien con este pasado obrero participe de los adelantos deslumbrantes que acompañan las nuevas tecnologías de la información, que haya encontrado su lugar en el mundo en una de las empresas sitas en el Parc Tecnològic del Vallès, en Cerdanyola, una versión española de Silicon Valley -Silicón Vallès- que no acaba de despegar. Hay un hotel, una caja de ahorros y unas pocas empresas con un movimiento que siempre parece provisional debido, quizá, al alto nivel de competición, a los equilibrios que se realizan entre la oferta y la demanda del espacio empresarial: más allá del Parc Tecnològic del Vallès, en el polígono Sant Joan, se han instalado Hewlett Packard, Sony y Deutsche Bank. Queda, es cierto, el producto estrella del Parc Tecnològic, un sincrotrón de última generación que, en su casa ajardinada del Poblenou, mientras mira por la ventana las luces de la ciudad, el ejecutivo nacido en un barrio industrial (o en el Poblenou) a principios de los sesenta tal vez lo relacione con cualquier enigma propio de una película de serie B. Nunca aceptará, sin embargo, que lo que anunciaba acaso el panorama nocturno era la certeza de que durante el día era difícil creer en la existencia del futuro. Quizá sería conveniente recordar que para Elias Canetti el principio del arte de la vida es volver a encontrar más de lo que se ha perdido.
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