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Columna
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Pasión por el ladrillo

Recientemente la prensa volvía a dar cuenta, en virtud de la enésima estadística, del galopante descenso de población que sufre el País Vasco. Bilbao encabezaba el ranking del desplome, en cerrada competición con muchos municipios de su entorno metropolitano, mientras que Vitoria representaba la otra cara de la moneda, como el centro más dinámico, en términos relativos, de estos territorios peligrosamente inclinados a la parálisis natalicia.

Quizás por eso entiendo más las grúas, las grúas de construcción que auguran la llegada a Vitoria sea cual sea la vía por la que uno accede a la ciudad. Y quizás por eso entiendo peor las grúas de Bilbao, las nuevas grúas de Bilbao, que ahora surgen orgullosas en el entorno de Miribilla.

En Euskadi, la pasión por la propiedad de la vivienda nos ha convertido en auténticos obsesos del ladrillo. Durante los últimos años, la coyuntura económica ha apuntalado firmemente esa tendencia. La llegada del euro hizo alzar el vuelo a todo el dinero negro, que en gran parte se dirigió a pisos, lonjas y plazas de garaje. Por último, la Bolsa está griposa (esperemos que no en coma) hasta el punto de que las inversiones de los pobres amenazan siniestro total (sí, recuerde su propio plan de pensiones: ése en el que mete al mes un puñado de euros y que su banco 'revaloriza' trimestralmente en cifras negativas). Ante la falta de alternativas inversoras, todo parece habernos sumido en la histeria por el ladrillo. De otro modo, no se explica: cada vez somos menos, pero cada vez hay más bloques por todas partes.

Habría que aludir también a la proliferación de familias monoparentales, al aumento de los hogares individuales, o a la asombrosa longevidad de nuestras viudas. Lo cierto es que, por mucho que uno añada más razones, sigue habiendo datos que no encajan. Últimamente han surgido voces que apuntan a la existencia de una burbuja inmobiliaria. Uno no entiende nada de estas cosas, pero como asiste a la vida con sólidos pertrechos de sentido común, empieza a sospechar de tan serias anomalías: la vivienda está carísima y no importa al respecto los muchos nuevos bloques que se alcen ni los pocos ciudadanos que vayan quedando. No importan incluso los inmigrantes que lleguen hasta nosotros, ya que hemos conseguido colocarlos en el estrato más bajo de nuestra economía y son capaces de amontonarse (ellos que son tan resignados) en promiscuas ratoneras de pocos metros cuadrados.

A pesar de todo, hoy tener una vivienda se ha convertido en un auténtico privilegio. 'El hogar de un hombre es su castillo' se dice a veces, con notoria inexactitud. Habría que decir, más bien: 'Hoy todo hogar es un castillo'. Y si el individuo en cuestión, además de su residencia habitual, cuenta con un piso vacío, estamos hablando ya de un auténtico magnate.

Quizás por ahí vayan las cosas. Hay muchos pisos y mucha gente que los quiere. Pero posiblemente haya una poca gente que tiene muchos pisos. Hay poca gente que tiene muchos pisos y que además, por incomprensibles razones, ni los vende ni los alquila. Hay muchos pisos vacíos que duermen el sueño de los justos, muchos pisos clausurados, cerrados a cal y canto, donde la ducha no se abre diariamente, donde no corretean niños por el pasillo. El paisito está lleno de pisos deshabitados; pisos que no sirven para nadie; pisos sumidos en la inutilidad de la avaricia.

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No estaría mal que las administraciones públicas adoptaran alguna enérgica medida al respecto. Uno tiene legítimo derecho a su vivienda, incluso a su segunda vivienda, ahora que estamos en verano. Uno tiene derecho incluso a tener decenas de pisos, al menos si los saca al mercado de alquiler. Pero esos siniestros acumuladores de viviendas inútiles, clausuradas, merecen alguna draconiana intervención fiscal. Es intolerable caminar por el centro de cualquier ciudad y ver cómo se suceden esas persianas viejas, decoloradas, que alguien echó hace muchos años, y que nadie ha vuelto a levantar.

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