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Columna
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Una cita en el Zurich

Monika Zgustova

Entro en el barcelonés café Zurich, que durante dos o tres años estuvo cerrado por reformas. La gente que veo desayunando aquí, lánguida pero contenta este sábado por la mañana, parece ser idéntica a los habituales del café antes de su reforma: una mezcla de estudiantes y abuelos, profesionales liberales y turistas.

Los camareros, elegantes con sus chaquetas blancas, anticuados, como sacerdotes cumpliendo un ritual ancestral, trajinan en medio de las mesas, se inclinan encima de las figuras sentadas, vestidas con vivos colores estivales. Uno de ellos se me acerca y, mientras pido un cortado y un cruasán, constato con alegría que se trata del mismísimo camarero al que hace unos años, con unos amigos, le pusimos el cariñoso apodo de El Cascarrabias. Ahora distingo también a su polo opuesto, El Piropo. Sí, son los mismos de antes, sólo que hay entre ellos algún que otro rostro nuevo. Son 10 o 15, unas mariposas blancas que planean a través del reducido espacio del interior del café. El Cascarrabias me trae lo que he pedido, y me asalta otra ola de alegría al ver que en algunos aspectos el mundo sigue siendo indestructible: los cruasanes del Zurich reformado son tan duros e incomestibles como los del antiguo.

El diseño del interior es impostado, de aquellos que quieren parecer viejos, saben que no lo consiguen y les da igual

Me acerco al mostrador y con admiración ante lo eterno observo los donuts de chocolate, que si no están cubiertos de moscas es porque tan temprano todavía no estarán despiertas, y las aceitunas sumergidas en un líquido turbio no pueden ser otras que las que habrán quedado del Zurich antiguo; su aspecto lo asegura a gritos.

Decido celebrar la indestructibilidad de algunas cosas con una taza de té. 'Vaya mezclas, esos extranjeros', veo inscrito en la cara de El Cascarrabias al tomar mi pedido. Mis vecinos de mesa comentan ruidosamente la fiesta de cumpleaños de un tal Miguel, así que no puedo concentrarme en la lectura de la novela que he traído conmigo. Esas voces chillonas... ese ruido sin el que los cafés de Barcelona no serían lo que son... Me levanto y subo por la estrecha escalera al primer piso, una especie de balcón, en busca de una tranquilidad relativa. Desde mi mesa tengo una vista de pájaro: no, no es el mismo Zurich de antes. Aquél era viejo y destartalado, cutre y atractivo, algo entre un bar universitario y una tasca obrera. Mis recuerdos vuelan hacia la época en que los estudiantes de doctorado de la Central veníamos aquí a resolver los problemas del mundo y de nuestros exámenes. Entonces era un bar lleno de humo y de conversaciones trascendentes, de botellas de cerveza y de carajillos en vasos de Duralex. Hoy el humo ha desaparecido en los ventiladores, las prisas se han llevado las largas charlas. El diseño del interior del café es impostado, de aquellos que quieren parecer viejos, saben que no lo consiguen y les da igual.

Por fin me traen mi taza de té y no puedo dejar de alegrarme: el té está preparado con agua mineral y no de la del grifo, que destruye aunque sea el mejor té del mundo, como suelen prepararlo en la mayoría de los cafés barceloneses. Me tranquilizo y le pido al camarero que me sirva el té en la terraza del café, en la confluencia de La Rambla, la calle de Pelai y la plaza de Catalunya. Es aquí, en la terraza, donde he quedado con una amiga. Esta mañana, cuando se me ocurrió que nos encontrásemos en el café Zurich, ella dio un grito de alegría: 'Sí, claro, ¡en el Zurich!'. Quedar en el Zurich es una pequeña fiesta.

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La terraza se ha llenado del todo. Me acomodo en una de las pocas mesitas que quedan libres, mientras sorbo mi té. Se me acerca una gitana balcánica que quiere una limosna; me la pide con tanta insistencia, fingiendo desconsuelo, que se la doy, sólo para que me deje tranquila. Y en seguida me doy cuenta de que he cometido un error: las otras tres gitanas me asaltan como unas avispas atraídas por un pastel.

Por fin abro mi novela, la hojeo por encima... y la vuelvo a cerrar. El espectáculo de la diversidad de la gente que pasa por la calle, tan animado, directo y atractivo, supera el placer que produce la palabra escrita. Ahora comprendo por qué en los países nórdicos, con sus lluvias y su frío, la gente lee más. Desde mi atalaya en la terraza constato que desde los años del viejo Zurich los habitantes y visitantes del centro y de los barrios antiguos de Barcelona han cambiado mucho: los estudiantes con barba se han transfigurado en personajes con chilaba y hombres y mujeres parisienses y londinenses que llegan a Barcelona buscando la vida que no hallan en sus capitales.

Mi amiga tarda en llegar. Ha pasado media hora larga de la hora convenida. La llamo al móvil: '¿Dónde estás?'. '¿Yo?', dice ella. 'En el Zurich, claro. Pero ¿dónde estás tú?'. Resulta que está sentada a unos 50 metros más hacia el quiosco. '¡Es que la terraza del Zurich ha crecido tanto que ocupa media plaza de Catalunya!', nos reímos para disimular nuestro despiste. Mientras El Cascarrabias recoge las monedas de nuestra mesa mascullando algo incomprensible, me dirijo hacia la puerta del lavabo, más moderno y -¡qué pena!- sin tantas pintadas en las puertas, pero tan sucio como antes, de este tosco y simpático Zurich de siempre. ¡Oiga, otro café, por favor!

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