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Columna
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La carretera sobre el camino

Lo repiten con cierta frecuencia los suplementos dominicales: según las estadísticas, Girona es la ciudad más rica de España y una de las más cultas. Bien comunicada, con el mar y la montaña a un tiro de piedra, y tan cerca de Barcelona como de la frontera francesa. Para coronar el pastel, cuenta con grandes monumentos que trufan un casco antiguo internacionalmente reconocido en el que hormiguean los turistas en los atardeceres del verano. Como sucede con las descripciones estadísticas, sin embargo, Girona oculta bastante miseria y mucha fealdad. Allí donde la ciudad pierde su nombre sigue manando, a pesar de los esfuerzos del Ayuntamiento, el doloroso pus de los suburbios. Principalmente en la Font de la Pólvora (pequeña versión local de la Mina barcelonesa), que está infectando al vecino núcleo de Vila-Roja, dignificado con ardor por vecinos y concejales. Estos enclaves, situados a varios kilómetros del núcleo urbano, invisibles a los ojos de la famosa Girona de postal, fueron construidos a toda prisa en la década de 1970 para almacenar a emigrantes andaluces y gitanos. Conectan con la ciudad gracias a la vieja carretera de Sant Feliu de Guíxols, que bordea en su inicio la orilla izquierda del río Onyar. Están, precisamente, muy avanzadas las obras del desdoblamiento de esta carretera que discurrirá por la orilla contraria y permitirá descongestionar la entrada de Girona por el sureste. A costa, sin embargo, de un bello bosque ribereño y también de un agradable camino que durante unos 30 años había permitido llegar a un poblado solitario, que pronto cambiará por completo. El camino aprovechaba el antiguo itinerario del Tren Petit de Girona a Sant Feliu, suprimido en 1969. Hasta hace pocos meses, este camino era la única vía directa para llegar al lugar del que quiero hablarles: una extraña mezcla de aldea arcaica y suburbio moderno. Históricamente, no fue más que un pequeño vecindario de humildes casas de piedra llamado La Creueta. Pero en un extremo de este vecindario fueron construidos en los años setenta unos tristes bloques para emigrantes andaluces: las Viviendas Barceló. Pronto desaparecerán. Son unos bloques bajitos y cansados, de paredes marrones y desconchadas.

Los hombres adultos salen a contemplar la noche con silenciosos ojos de antracita
La Creueta y las Viviendas Barceló son una extraña mezcla de aldea arcaica y suburbio moderno

El lugar, durante muchos años prácticamente aislado, tenía un encanto muy particular. En trámite de liquidación por mor de nuevos proyectos urbanísticos, es un valle formado entre el Onyar y las montañas de Palau y Montilivi (en cuyas laderas opuestas, invisibles, anida el flamante campus de la UdG y algunas de las urbanizaciones más opulentas de la ciudad). Un dulce valle repleto de retama y monte bajo, de bosques y campos de labranza, de huertos bien peinados y plantaciones de árboles madereros. Esta grácil naturaleza, formidablemente atacada estos días por las máquinas de la nueva carretera, anillaba el insólito vecindario en el que se han fundido en estos últimos 25 años la rusticidad más pura y las nuevas poblaciones inmigrantes. La mezcla empezó con la llegada de andaluces. Los niños de las Viviendas Barceló y los que habitaban en las casas de piedra formaron parte de la misma pandilla. Asistían a las mismas escuelas en Girona, correteaban por el bosque, recogían setas o moras o espárragos, destrozaban los nidos de los pájaros, robaban las peras o las cerezas de los huertos. La construcción de la variante de la N-II, a principios de los noventa, cambió bastante el panorama. Llegaba la modernidad. Parte de los bosques y tierras de labranza fueron afeitados para favorecer la herida asfáltica, muchos caminos rurales quedaron bloqueados y sobre el río Onyar se alzó un imponente viaducto. Visitando en aquellos años el lugar, contemplé con desolación las enormes cantidades de tierra roja, arcillosa, muy fértil, que las máquinas removían para dejar paso a la nueva carretera. Era domingo y los obreros no trabajaban. Al atardecer, unos cuantos tractores se acercaron a los montículos de tierra. Bajaron de ellos unos payeses y cargaron los remolques. Comprobé más tarde que enriquecían sus huertos con la tierra que el asfalto habría sepultado.

Precisamente, el año en que se construyó la variante de la N-II, las Viviendas Barceló se llenaron de africanos y desaparecieron las veteranas familias andaluzas. Durante un tiempo, las túnicas de las mujeres negras colorearon exóticamente el lugar hasta que, en un nuevo cambio repentino, fueron sustituidas por los austeros colores magrebíes. Desde entonces, la música arabe resuena por el valle y, en los atardeceres de verano, niñas y niños ríen o juegan en diversas lenguas con la misma ilusión de los niños andaluces y catalanes de la generación anterior. No puedo oír a los adolescentes: hablan con voz muy queda en grupos estrictamente masculinos hasta que la noche madura. También los hombres adultos salen a contemplar la noche con silenciosos ojos de antracita. Cerca de ellos pasea un solitario anciano con túnica y solideo blancos. Por las mañanas, cerca del río, encuentro, a veces, a las mujeres vestidas con túnicas de colores blancos o celestes. Los originales del lugar no se mezclan con ellos, pero tampoco les critican. Unos y otros están, a la vez, muy cerca y muy lejos. Aunque por poco tiempo. Joan, pequeño empresario que se arregló un chalecito a partir de una vieja casa de piedra, me contó el otro día, con una gran sonrisa, que dentro de unos meses el barrio cambiará de raíz, en cuanto culmine el desdoblamiento de la nueva carretera de Sant Feliu. Se urbanizará el valle, la Universidad creará un parque tecnológico y se rumorea que en los campos de trigo van a construir un pequeño campo de golf. Entonces, las Viviendas Barceló serán derribadas y este enclave periférico se volverá pijo. Los magrebíes y los negros, como sucedió con los andaluces, buscarán un verdadero suburbio. Al otro lado del río, a lo mejor, allí donde Girona pierde no sólo el nombre sino también la dignidad.

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