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Columna
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La ciudad y los perros

Ocurrió una día del pasado mes de julio, a primera hora de la mañana. Un esbelto brazo mecánico de 15 metros, con la punta en forma de cabeza de ave, empieza a picotear viga a viga el último vestigio del urbanismo preolímpico en Montjuïc: la Casa de la Muntanya o Casa Rosa, un edificio de corte clásico y seis plantas que ocupaba el número 15 del Camí de la Font Trobada. A cada tirón de viga se desprenden algunos kilos de ladrillos, de vez en cuando algún órgano vital. Cuando el pico arranca la última de un lado de pared, se desploma el pavimento. Una nube de polvo, intermitente, redondea la macabra ceremonia.

Montjuïc no tiene quien le escriba. ¿Cómo, si nunca ha sido ni mágica ni sagrada? Y pronto va a dejar también de ser montaña. Desde la Exposición del 29 su periplo vital es un largo decaer hacia el abandono, idéntico, por otro lado, al del resto de la ciudad. Con decir que lo más elegante, lo más paseable de todas sus hectáreas, era el cementerio... En los ochenta, la gran pirotecnia preolímpica pareció, igual que en el resto de la ciudad, que iba a terminar con ello para devolverle un esplendor que Barcelona jamás ha tenido. Un esplendor que en realidad no es sino el brillo fugaz de la bayeta que a la burguesía le da por pasar cuando tiene unos ahorrillos de más.

Montjuïc no tiene quien le escriba. Se comprende, pues nunca ha sido una montaña ni mágica ni sagrada
La montaña va a ser el jardín de la ciudad: 'Barcelona ens fa il.lusió' es la última consigna
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MONTJUÏC, DE LAS BARRACAS AL ESPEJISMO OLÍMPICO.

Tuvo mala suerte Montjuïc al principio: le endilgaron el Anillo Olímpico. Estadio nuevo, bofillada de INEF, redoble de piscinas y escaleras mecánicas contra natura en algunos tramos desde la avenida de Maria Cristina. Lo peor fue la rehabilitación del estadio viejo, del cual huyeron millones de ratas (que no se suicidaron, ojo: por ahí andarán todavía). Pero, afortunadamente, el paso de la bayeta es distraído y superficial, y lo mejor de la montaña se salvó: el túnel de la Foixarda, el bosque entre el castillo y el Morrot, los cuartos traseros del Poble Español yendo hacia la escuela de hípica, la masía de Parques y Jardines... Extinguido el jolgorio paradeportivo, los noventa fueron algo mejores. La furia embellecedora se cebó en los barrios, quizá porque en el imaginario del nuevo rico no hay construcción sin que antes haya demolición. El nuevo rico, todavía ignorante, trata de esconder un pasado del que se avergüenza, por eso sepulta la cerámica de los abuelos bajo toda esa pacotilla que reluce. Los primeros días, claro. Está ocurriendo aquí igual que ha ocurrido en Lisboa y en Buenos Aires, dos ciudades con las carnes llenas de lifting que van a envejecer fatal. A los ricos de toda la vida (Roma) o a los pobres pero humildes (Oporto) las ciudades no se les estropean, porque las dejan respirar.

En los noventa, pues, el escaso índice de edificación mantuvo alejada de Montjuïc a la más temible pareja profesional de la posmodernidad: el político ilustrado y el arquitecto creador. Aun así, desaparecieron algunos pedazos de mugre, verbigracia la hilera de barracas gitanas que entorpecían (a la vista) el ingreso en el cementerio y la ruina del Instituto Cartográfico, cuya silvestre dejadez ya difícilmente recuperaremos. Pero lo esencial se mantenía en pie: el campo de aeromodelismo seguía criando polvo; la pista de karts acumulando hierbajos; el Mirador del Migdia, preservativos usados, y Miramar, proyectos de reutilización fallidos... Y el metro, gracias al cielo, bien lejos. Lo cual, y ahora llegamos al drama humano, consentía la práctica de algunas de esas actividades para las que siempre ha servido: la cópula al aire libre, la circulación sin casco, el pic-nic con siesta, el salto de valla furtivo...

Pero llegó el siglo XX, o el que sea, y con él, el Plan General Metropolitano, cuya intención última es convertir la montaña en el jardín de la ciudad. Un jardín noucentista para paseantes de anuncio de Bassat, de esos con perro tan educado que da los buenos días. Sonrientes, impolutos y con la consigna grabada en la frente: 'Barcelona ens fa il·lusió'. Y para turistas, por supuesto, esas divisas en calzoncillos que se meten, como los chinches, por todas partes. El malvado plan ya atesora unos cuantos cadáveres, cadáveres de cadáveres: en menos de un año, el parque de atracciones, el chiringuito de la carretera de Miramar, a la llegada del transbordador aéreo, y las barracas que formaban el denominado barrio Primavera, liquidadas bajo el mejor funambulismo lingüístico acuñado hasta hoy por la autoridad: 'La deconstrucció del barri'. Y no ha hecho más que empezar: ahora les toca el turno al Marcelino, ese bar de bravas cochambrosas al pie del funicular que sube al castillo; al colindante restaurante Park Montjuïch, con dos años de telarañas a sus espaldas, y, con ahínco especial, al barrio de Can Tunis entero, que estropea la magnífica vista de la Zona Franca desde el Morrot.

El asalto final, historia obliga, llevará hasta el castillo. El plan prevé, para variar, rehabilitación (como los yonquis), acondicionamiento y facilidad de acceso. Lo que significa césped y, aunque parezca un chiste, más escaleras mecánicas, sugerencia del último fichaje del estudio de arquitectura, el experto en medio ambiente. Dios nos libre de él y del noucentisme. Gil de Biedma, el único que tuvo humor para escribirle algo a Montjuïc, venía a 'estos sitios destartalados' en busca de 'tristes edificios, / estatuas manchadas con lápiz de labios / y rincones pasados de moda'. Pero eso era hace 20 años, y el poeta, un degenerado. Ahora, la única poesía posible es la retórica municipal que regala espejismos de posesivos falsos. Ya hay donde probar: los jardines de Laribal, obra del cuadriculado Le Forestier devenida con el tiempo selva triangular entre la Fundación Miró, la Font del Gat y el Teatre Grec. Suban a pasear por ellos, abúrranse y repitan conmigo: 'Aquí estem posant guapa la ciutat'.

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