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Columna
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Minas

Hace escasas semanas leíamos que una mina abandonada había ardido en la La Zarza, una pequeña aldea de la cuenca minera de Huelva, en El Andévalo. Esa parcela de nuestra geografía ha cobrado protagonismo en los últimos meses por motivos que más que constituir méritos son castigos: el cierre de varios de los yacimientos ha obligado a emigrar a familias enteras en busca de trabajo, el índice de paro de la región la ha convertido en una de las zonas deprimidas que más compasión merece (y no otra cosa) de la Unión Europea; incluso los incendios forestales se han ensañado con las laderas de monte bajo como para arrancarles los vestigios de optimismo, las últimas promesas de la primavera. El incendio de esa mina insignificante en una población que apenas requiere espacio en los atlas parece una metáfora dolorosa. Si uno se asoma ahora a contemplar las ruinas que se conservan al final de una tortuosa carretera, entiende que se trata de un museo, de una costosa ilustración de las desdichas que se han cebado en esta tierra. La mina llevaba abandonada años, después de que empresas extranjeras la hubiesen esquilmado y centenares de trabajadores hubieran sido arrojados al desempleo; con la orden de despido, muchos de los mineros intentaron rebañar el material del yacimiento para venderlo y hacer menos penosa su situación. Finalmente, un fuego se encargó de borrar piadosamente el paso de la miseria por las galerías. El resultado es similar a uno de esos anfiteatros romanos que han oscurecido el tiempo y la geología, con sus graderíos escalonados, sus vomitorios, y un gran muladar de líquidos y ceniza en el lugar que debería haber ocupado el proscenio. A un lado, descoyuntado por el óxido, como una ironía final, se pudre el esqueleto de una excavadora.

Especialistas de la NASA han viajado a este rincón apartado de Huelva a espiar la inquietante belleza del paisaje. La naturaleza parece enfrentarse a sus extremos: los eucaliptos crecen sobre peñas desnudas y avaras, las águilas sobrevuelan sedientas las grandes extensiones en que la vegetación logra sobreponerse al clima. El río Tinto zigzaguea entre las colinas y arrastra hacia los puentes un agua sobrenatural, de un imposible color turquesa, a la que los productos químicos han dotado de una policromía de otro mundo. Su condición extraterrestre es precisamente lo que la NASA necesita del Andévalo; la concentración de hierro y pirita en las orillas del río, la filtración de metales en el subsuelo, la supervivencia de plantas y animales en un medio tan irrespetuoso con la vida va a servirles, dicen, para calcular las posibilidades con que las especies contarían para medrar en Marte. La comparación es apropiada: la calma insólita que reina sobre este campo, el tono rojizo del terreno, el aislamiento de las poblaciones y los escasos vecinos que las ocupan parecen querer convencernos de que nos hallamos en un lugar más difícil y lejano que el planeta Tierra. E igual que la flora y la fauna, también el hombre ha de enfrentarse a un entorno hostil; los jóvenes a los que imparto clases de filosofía desde hace dos años en este lugar sólo se plantean las alternativas de la recogida de fresas, la recolección de hongos o el tedio. Cómo se desenvuelve la adolescencia en el desierto: qué mejor investigación para la NASA.

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