¿Qué hago con el cadáver?
A partir de ahora, el coronel aludirá a la historia en primera persona: 'Viajamos, conspiramos, luchamos': todos los verbos lo incluyen a él. Los otros personajes quedarán siempre en las sombras, salvo cuando hable de Evita y del último atentado.
'Septiembre, entonces', sigue. 'Entramos en Buenos Aires con el general Eduardo Lonardi, jefe triunfante de la revolución, y nos hicimos cargo del Gobierno. Yo me puse al frente del Servicio de Informaciones del Ejército, un organismo delicado, que debía limpiar el arma de peronistas infiltrados, a la vez que vigilar al propio tirano, refugiado en Paraguay. Creímos que la derrota lo silenciaría por un tiempo, pero desde que llegó a Asunción, dio declaraciones contra nuestro Gobierno. Elevamos una protesta diplomática y logramos que lo confinaran en Villarrica, un pueblo de poco más de 20.000 habitantes situado 140 kilómetros al sureste de la capital. Ni aun allí el tirano retuvo su lengua. Decidimos darle su merecido. Sin informar ni una sola palabra a Lonardi -que sin duda iba a oponerse-, me instalé en la ciudad de Posadas y desde allí envié a siete suboficiales, con identificaciones falsas, para que me informaran sobre lo que sucedía en Villarrica. Todos ellos hicieron su papel a la perfección: fingieron ser peones que andaban en busca de trabajo, y se alojaron en ranchos de gente muy pobre, tanto en Borja como en otro pueblito vecino. Lo que hicieron fue muy sacrificado. El tirano iba de un lado a otro de Villarrica, con la pistola al cinto, y a veces hasta andaba en motocicleta. Decidimos secuestrarlo el 22 de octubre durante uno de esos paseos y llevarlo en jeep por caminos de selva hasta Puerto Esperanza, que era el pueblo argentino más cercano. Allí lo ejecutaríamos. Yo me había reservado el derecho de darle el tiro de gracia. Uno de nuestros hombres cometió un error fatal. Tenía un hijito enfermo de difteria y llamó a su casa para saber cómo estaba. Alguien detectó la llamada y nos siguió el rastro. El 21 de octubre, los siete suboficiales fueron detenidos. Jamás se dio a conocer la identidad de ninguno. Al Gobierno le costó un mes de trabajo sacarlos de la cárcel'.
El coronel pensaba que el cadáver de Eva Perón debía yacer en un cementerio despoblado
El coronel mueve la cabeza, sarcástico. 'Tal vez haya oído usted algo de lo que estoy contándole', dice. 'Rumores. Nunca supo nadie la verdad de lo que tramábamos. Hasta ahora'.
No lo dice, pero el fracaso de Villarrica le costó al coronel una discusión áspera con Lonardi. El presidente y el jefe de sus espías se distanciaron tanto que el coronel temió ser apartado del Servicio de Informaciones del Ejército a fines de aquel 1955 y, quizá, obligado al retiro. Pero lo que se imagina como desgracia es, a veces, sólo el comienzo de la salvación. Tres semanas después del incidente en Paraguay, el 13 de noviembre, la pugna que se había entablado entre militares liberales y nacionalistas terminó con la victoria de aquéllos. Lonardi fue sustituido por el general Pedro Eugenio Aramburu. Por su atentado contra Perón, al coronel se lo imaginaba en el bando de los vencedores. En vez de caer, fue ascendido a jefe del Servicio de Informaciones del Estado.
Aunque agradeció la confianza del Gobierno, el coronel se preparó para un año de aburrimiento. En el Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) lo reemplazó un coronel astuto, brillante, exacto como un prusiano: Carlos Eugenio de Moori Koenig, experto en la difusión de rumores y en teorías sobre el secreto. A los diez días de asumir, Moori Koenig retiró del segundo piso de la Confederación General del Trabajo el cadáver de Eva Perón, que hasta entonces había estado al cuidado de Pedro Ara, el médico español que la embalsamó. Al coronel habría querido que le encomendaran ese trabajo y sintió una envidia que tardaría años en admitir.
Durante meses, nada se supo del cadáver. Algunos de los hombres que estaban bajo su mando trataron de confirmar la veracidad de las versiones que circulaban entre los peronistas: que la habían sepultado en el lecho del río de la Plata, cubriéndola con una losa de cemento, o que la habían incinerado, arrojando sus cenizas en un basural. El coronel pensaba que el cadáver de Eva Perón debía yacer, más bien, en un cementerio despoblado, bajo un nombre cualquiera.
Como el destino de aquel cuerpo no estaba entre sus deberes, dejó de inquietarse. Lo que le sorprendió fueron las historias que se oían en los casinos de oficiales sobre el SIE. Alguien había visto salir de allí una noche a Moori Koenig, borracho, y subir al camión de una empresa de mudanzas. Se hablaba de luces que subían y bajaban por los pisos altos del edificio, situado en la esquina de Viamonte y Callao, en pleno centro de Buenos Aires. 'Allí celebran misas negras', decían. O bien: 'En ese lugar se rinde culto al demonio'.
El coronel desdeñaba esas suposiciones. La imaginación es atributo de los débiles, se dijo. Suponía, por lo tanto, que los chismes venían de fuera: de peronistas solapados, con certeza. El rumor sobre su reemplazante le parecía el más inverosímil de todos: lo único que bebía aquel hombre era agua.
En julio de 1956, sin embargo, sucedió un hecho inquietante. Uno de los oficiales que estaban a las órdenes de Moori Koenig, el mayor Eduardo Arandía, mató de dos balazos a su esposa, Elvira Herrero. La mujer estaba embarazada de dos meses y tenía una hija de un año. Un parte reservado del Ejército informó de que el mayor guardaba documentos confidenciales en la buhardilla de su casa, de la que nadie tenía llave. Al oír ruidos en la buhardilla, temió que hubiera un ladrón. Subió con sigilo, distinguió un bulto que se movía y disparó a ciegas.
Afuera, en el jardín de la calle Venezuela, el cielo se ha ensombrecido. Se oyen truenos a lo lejos. 'Tengo que irme', dice el coronel. 'En casa van a empezar a preocuparse'. No tendrían por qué, le replico. Usted parece saludable. 'No crea', me corrige. 'Estoy perdiendo la vista. Y por las noches, a veces me despierto con la lengua dura, como piedra. Quiero hablar y no puedo'. Hace el ademán de levantarse, pero se detiene. Siente que en la historia hay un punto que debería dejar claro ya mismo. Alza otra vez la quijada orgullosa y dice: 'Dos o tres meses después del incidente de Arandía, el ministro de Guerra, Arturo Ossorio Arana, me citó en su despacho y me pidió que guardara silencio sobre todo lo que estaba por revelar. Me preocupé. Lo he llamado porque el presidente Aramburu quiere que usted regrese al SIE, me dijo. Esta misma tarde tiene que tomar posesión. ¿Y Moori Koenig?, atiné a preguntar. Hemos tenido que ponerlo bajo arresto. Está en la Patagonia, en Comodoro Rivadavia. Me quedé de una pieza. Y eso que aún faltaba por saber lo más importante. Al caer la tarde, Ossorio Arana reunió al personal de Inteligencia y me entregó el mando. Después del acto nos quedamos a solas. Me hizo una señal de silencio y abrió la puerta de un cuarto que estaba junto al despacho y que se usaba para guardar papeles. Prepárese para una sorpresa, me dijo. Vi un ataúd abierto. Allí estaba el cadáver embalsamado de Eva Perón. Todo lo que atiné a preguntar fue: ¿Qué hago con esto ahora? Nada, me dijo Ossorio Arana. Lo dejo bajo su custodia personal. Pronto vamos a decidir su destino. Lo acompañé hasta la puerta y me quedé un largo rato mirando a esa mujer por la que tantas personas habían llorado. Parecía viva, como si en cualquier momento se fuera a despertar'.
A la tarde siguiente, el coronel regresa con puntualidad a la oficina de la calle Venezuela. Se quita el impermeable, deja a un lado las galochas con las que ha protegido sus zapatos impecables y se pasea de un lado a otro del cuarto. La lluvia le altera el humor, dice. Tiene los nervios de acero, pero la humedad que no cesa le quita las ganas de salir a la calle. 'He salido con un esfuerzo enorme', repite. 'Pero no quiero que muera conmigo esta historia que llevo dentro como un fuego'.
'Qué sabe uno lo que nos va a pasar', dice. Es abril de 1989. El coronel vivirá casi nueve años más. Irá quedándose ciego y sin habla hasta que, a fines de enero de 1998, la muerte le llegará como una bendición.
Tarda un largo rato en volver al sofá. Casi todo lo que cuenta ahora lo hace de pie, a veces frente a la ventana, sin mirarme, y otras veces apoyándose en la escueta biblioteca que cubre una de las paredes de la oficina.
Le pregunto si el ataúd donde estaba el cuerpo de Evita era el mismo, lujoso, ante el que habían desfilado millones de dolientes en agosto de 1952. 'No', responde. 'Era un cajón común, sin chapa ni nada. Hasta poco antes de que yo llegara lo habían tenido cerrado y de pie, con un letrero que decía: Equipos de radio. Fue por eso que tenía fisuras, heridas en la carne muerta. Yo mismo lo acosté. Fue fácil. Con el tiempo, el cuerpo se había vuelto muy liviano'.
Durante los primeros meses, la idea de que el cadáver estaba en el cuarto de al lado no le daba sosiego. La calma vino sólo cuando decidió quedarse a dormir allí. Los hijos lo extrañaban y él extrañaba a los hijos 'Uno de ellos', cuenta, 'estaba preparándose para el Colegio Militar. Venía por las tardes al SIE y se quedaba en mi despacho, estudiando. Siempre se quejaba del olor raro que había. Yo negaba lo que era evidente: Es tu imaginación, le decía. Es el spray que se usa para limpiar las armas. También a mí me faltaba el aire. También yo sentía aquel olor partiéndome la cabeza'.
De vez en cuando, el coronel se lleva las manos a la espalda, como si fuera allí donde le duele lo que recuerda. La suerte del cadáver, dice, empezó a obsesionarlo. Investigó con celo lo que le habían hecho con él desde que lo sacaron del laboratorio de la CGT, donde yacía en piletas que mantenían húmedos y tensos los tejidos. Supo que, cuando lo llevaron al SIE, un oficial vertió vino sobre la mortaja. Supo que, temerosos de que lo secuestraran, lo habían mudado después de un lado a otro, deambulando -dice el coronel- para ocultarlo. 'Estuvo en una casa de las barrancas de Belgrano, estuvo en un arsenal, y también en la buhardilla del mayor Arandía. Fue allí donde la esposa entró en sospecha de que se guardaba algo y violentó la entrada, como la mujer de Barba Azul. Fue allí donde Arandía la escarmentó con dos balazos'.
Luego, una noche, cuando salía a despedir al hijo, el coronel distinguió, junto a la puerta contigua a su despacho, dos flores silvestres. Parecía que alguien las hubiera dejado caer al azar, pero el incidente lo intrigó: nadie llevaba flores al Servicio de Inteligencia. Estuvo a punto de pedir que se investigara el hecho. No lo hizo. Recogió las flores y decidió esperar. Al día siguiente ya no eran flores, sino una vela encendida. De inmediato salió en busca del ministro Ossorio Arana. Ambos, sin vacilar, pidieron una audiencia de prioridad con el presidente Aramburu y le confiaron su zozobra: 'El cadáver de esa mujer ha sido localizado', informó el coronel. 'Hay peligro de que el SIE sea infiltrado y copado por partidarios del tirano prófugo. Hay peligro de una acción de fuerza para secuestrarlo'. Sentado bajo el busto de la República, el presidente se quedó en silencio, cavilando. Pasaron dos, tres minutos. Entonces dijo: 'Hemos obrado mal al retener tanto tiempo a esa muerta. Le ordeno, coronel, darle cristiana sepultura en un lugar anónimo, del que nadie sepa nada. Y guarde usted el secreto hasta el momento en que debamos devolverla a sus legítimos deudos'.
Sintió que la solemnidad de aquella orden comprometía su vida, que no tendría descanso hasta cumplirla por completo.
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