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Columna
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Príncipe de los sapos

Vicente Molina Foix

Todo es extravagante en torno a Cernuda (extravagante: 'lo que se hace o dice fuera del orden o común modo de obrar'). Lo era la persona, según relato de sus contemporáneos, los que le amaban y los que, amando su talento, le temían, como Vicente Aleixandre, a quien le daba 'corte' pasear por la Gran Vía con su amigo y paisano de Sevilla, a veces maquillado con una sombra de ojos. Lo fue, en nuestro contexto, su poesía, que nos deslumbra desde el lugar tan fuera de lo común que aún ocupa. Y extravagante es que los responsables de la excelente exposición conmemorativa (Entre la realidad y el deseo: Luis Cernuda 1902-1963, abierta hasta el 23 de julio en la madrileña Residencia de Estudiantes y a partir de septiembre en Sevilla) se disculpen por este gran homenaje. ¿Ha cometido James Valender, comisario de la muestra, la traición a una conducta insumisa que él mismo recela en la primera página del catálogo? ¿Estamos ante un intolerable monumento a la apropiación indebida, por el hecho de que el presidente de un gobierno que comulga todos los días con lo más retrógrado de la iglesia católica y hostiga, al igual que ella misma, la libertad de los homosexuales como Cernuda, inaugure los fastos del centenario? Mi respuesta es no y sí.

Híspido, presumido, orgulloso, celoso -ya en el destierro- de encastillarse en el doloroso silencio o desdén que él creyó recibir de sus compatriotas, los enemigos de Cernuda son ahora quienes le honran: instituciones (no menos de ocho cuento en la lista de contribuyentes a la exposición), mundo académico, autoridades civiles, ciudad natal, pues no conviene olvidar el odio a 'la hiel sempiterna del español terrible', la obsesión 'anti-española' de este gran vituperador de un país de 'sacristanes, hipócritas, cursis y pueblerinos'. ¿Es justo, por tanto, que a quien murió sin volver, apartado y malhumorado, nos lo devuelvan ahora glorificado? En uno de sus más lacerantes poemas de la etapa del primer exilio, Un español habla de su tierra, Cernuda acaba así la amarga evocación: 'Un día, tú ya libre/ De la mentira de ellos,/ Me buscarás. Entonces/ ¿Qué ha de decir un muerto?'. El 'tú' es España, donde 'ellos' siguen mintiendo y mandando, ya sin posible respuesta airada del muerto. ¿No será demasiado tarde para rescatar al autor de Desolación de la quimera? A los poetas de genio intempestivo la sociedad siempre llega tarde.

La exposición y el magnífico volumen de casi 500 páginas que la completa no eluden el 'lado de sombra' que el propio autor reclamó en una carta como algo esencial para entenderle del todo. 'Una sombra le acompañaba a todas partes, un perro inseparable y misterioso, su vida misma quizá', escribió temprano, en 1935, Ramón Gaya, amigo suyo. Su perro sombrío, sus amores, sus exagerados berrinches, su anticonvencional, valiente compromiso político, sus fotos más íntimas; todo está, aquí y ahora. Y llama la atención, aparte de las habilidades como fotógrafo de Cernuda, la gran cantidad de poses playeras, solo él o con otros. Ningún poeta -al margen de los griegos olímpicos- ha tenido tanta confianza en el propio cuerpo como para dejarse retratar tanto en bañador. Digamos, por ello, que la iniciativa es justa con nosotros, sus lectores y admiradores a posteriori, e inconveniente para Cernuda (aunque Valender y sus valiosos colaboradores hayan sido sinceros, nada cursis ni ñoños).

Casi 25 años después del fusilamiento de Víznar, a fines de 1960, Cernuda escribió un poema (el segundo de los suyos) sobre García Lorca, el amigo con quien en vida tuvo sus más y sus menos. No es tan terriblemente duro respecto a España como lo fue el primero, pero su infalible crueldad la dirige a los literatos del 'interior' y en particular a Dámaso Alonso, quien en un estudio había llamado a Federico 'mi príncipe muerto'. Cernuda le responde en verso: '¿Príncipe tú de un sapo? ¿No les basta/ a tus compatriotas haberte asesinado?'. Ahora leemos todos a Cernuda, incluso quienes en vida le habrían impedido ser como era. El arte no elige a sus beneficiarios; es una de las cosas sublimes e irritantes que tiene. Convendría, con todo, mostrar algún respeto por los artistas. Para honrar y citar a Cernuda legítimamente hay que asumir su lección moral, su signo personal. Lo contrario es asesinarle.

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