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Columna
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Balaguer o la erótica del poder

Su aspecto enclenque, acentuado por su ceguera, lo convertía en un autómata inválido pendiente del lazarillo de turno. Era Joaquín Balaguer la antítesis de la imagen del caudillo latinoamericano. No obstante, supo, a pesar de sus limitaciones físicas, mantener un maridaje con el poder que duró más de medio siglo, que para sí habrían deseado los diferentes tiranosaurios de la región; incluido el mismísmo Rafael Leónidas Trujillo, el feroz Chivo, a cuya vera Balaguer creció e hizo carrera.

Su traje gris y su sombrero, su media sonrisa y sus enciclopédicos conocimientos lo convertían en una figura anacrónica en medio del trópico y en un fenómeno electoral inexplicable en un país tan caribeño como la República Dominicana. Y, sin embargo, Balaguer ganó, por las buenas o por las malas, con limpieza o con trampas, casi todas las elecciones a las que se presentó. Era el presidente eterno de la República Dominicana y, si la muerte no se hubiese cruzado en su camino, amenazaba con llegar a ser el primero de la historia con más de un siglo sobre sus espaldas. En una ocasión, a mediados de los ochenta, tras una eleccion presidencial recién ganada, le pregunté cómo podía explicarse que el pueblo dominicano hubiese elegido a un ciego de casi 80 años para presidente. Entre los periodistas presentes cundió el espanto ante la reacción de Balaguer a la crueldad de la pregunta. Balaguer se limitó a sonreír y respondió: 'Vea usted el buen recuerdo que el pueblo dominicano tiene de mis anteriores presidencias'.

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Los dominicanos lo elegían tal vez por encarnar todos los rasgos de los que carecían sus votantes. Ejercía Balaguer el poder de forma paternalista y recorría la isla, ciego ya del todo, repartiendo obsequios a diestro y siniestro para ganar votos. Su regalo favorito eran máquinas de coser para las mujeres y también bicicletas para los chicos. Las gentes lo rodeaban y le gritaban '¡Dotol, dotol!', en alusión a su título académico de doctor antes que a su condición de presidente y le suplicaban o exponían necesidades. Sus guardaespaldas lo llevaban del brazo y Balaguer se impacientaba y perdía un poco la compostura al no poder establecer el contacto con su pueblo. 'Déjenme escuchar lo que dicen', reñía a sus lazarillos, y se detenía a escuchar peticiones o hacía que entregasen cartas a sus ayudantes.

En torno a la figura de Balaguer se había tejido una leyenda que podría servir de base para una novela sobre el poder, diferente de las clásicas del género en América Latina. De su avidez de lectura contaban por Santo Domingo que se le podía ver a través de las ventanas de su residencia leer con una lupa, cuando todavía le quedaba algo de vista. Después se hablaba de chicas que iban a leerle. Sobre su vida sexual y su celibato circulaban toda clase de fantasías y especulaciones. Lo más probable es que Balaguer fuese un arquetipo más digno de Adler que de Freud, que encontraba su satisfacción en el ejercicio del poder.

Con su desaparición se ha perdido un político de leyenda, pero también un hispanista a la vieja usanza. En una de sus presidencias dedicó una enorme cantidad de recursos para la construcción de un faro en homenaje a Colón, cuando toda América Latina bramaba contra el descubrimiento y la conquista. A Balaguer le tenía sin cuidado. Como le tenían sin cuidado los límites de tiempo que el protocolo imponía a los discursos de los presidentes en las cumbres iberoamericanas. Balaguer tomaba la palabra y hablaba sin parar con su verbo de otra época. Salpicaba su discurso con referencias históricas y culturales que resultaban un perfecto anacronismo en un mundo cada vez más globalizado que Balaguer ya no veía.

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