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El escenario del crimen

Sergio Ramírez

Los organismos financieros internacionales pusieron de moda en la década de los noventa, finales del siglo pasado, una palabra que aún sigue teniendo ecos: gobernabilidad. Con la entrada triunfal de los gobiernos civiles electos en el escenario político de América Latina, y el regreso callado de los ejércitos dictatoriales a sus cuarteles, se necesitaba armonizar todo bajo una cábala que hiciera posible para las democracias nacientes ser efectivas en términos del desarrollo económico y social. Nada de eso podía conseguirse si los gobiernos surgidos de los votos no eran capaces de gobernar. Es decir, de tener gobernabilidad. No olviden que siempre seguimos siendo amigos de las propuestas retóricas, y de los neologismos.

Lo primero era poner en orden la casa, cuadrar las cuentas internas, y saldar la deuda externa, herencia acumulada esta última de décadas de crisis y desajustes. Buenos consejos. Para lograr este tipo de gobernabilidad, era necesario cumplir con los estrictos catálogos de medidas de ajuste propuestas con exactitud homogénea para todos los países. Lo mismo economías de precaria sobrevivencia como las de Centroamérica, donde el modelo agroexportador saltó hecho añicos ya hace tiempo, que economías de pasado esplendor caídas en bancarrota, como la de Argentina.

Pero el concepto de gobernabilidad suponía otros componentes fundamentales. El funcionamiento ecuánime de las instituciones democráticas, la eficacia de los gobiernos alternos a la hora de enfrentar los problemas diarios causados por la marginación y la pobreza; y además, saber acumular una visión de largo plazo, para crear un modelo de desarrollo sostenible. Y, de último pero no lo último, un hilo conductor imprescindible debía atravesar este complejo tejido: la transparencia en el manejo de los fondos públicos. Es decir, el destierro de la corrupción.

El advenimiento de los gobiernos electos ha traído, como paradoja, el crecimiento agresivo, y desmedido, de la corrupción, al grado de haberse convertido en el principal valladar frente a la gobernabilidad. El otro valladar ha sido el fracaso de los planes de ajuste, que saca a la gente en protesta a las calles, por recortes de salarios, por alza de tarifas, por falta de créditos para una agricultura en quiebra. Pero también, y cada vez más, por la privatización de las empresas públicas, que la opinión ciudadana liga cada vez más a la corrupción.

El presidente Alejandro Toledo prometió en un encendido discurso de plaza pública en Arequipa, durante su campaña presidencial, que jamás serían privatizadas las empresas de energía eléctrica del sur del Perú, un ofrecimiento que le ayudó a ganar miles de votos. Pero al anunciar semejante compromiso olvidó por lo menos dos cosas: que la privatización es uno de los cánones sagrados de los planes de ajuste, y que cualquier decisión suya en contrario chocaría contra al voluntad férrea de los organismos financieros internacionales, proveedores exclusivos de recursos frescos para economías en crisis; y que durante la era Fujimori-Montesinos, la privatización de más de trescientas empresas públicas había representado uno de los más formidables negocios de enriquecimiento ilícito de la historia del Perú. El resultado ha sido un alzamiento popular en Arequipa, con muertos y heridos, y un grave saldo de destrucción, que ha obligado a Toledo a retroceder.

Esos mismos organismos financieros, y la comunidad de países donantes que apoya a los países con economías de mayor riesgo, han fallado en algo fundamental, y es consentir la multiplicación de la corrupción en las esferas más altas del poder, dejando que se saque provecho privado de los recursos que provienen de la venta de las empresas públicas. Esto ha ocurrido tanto en Argentina, como en Perú, o en Nicaragua; y la corrupción, una vez consentida arriba, se derrama en cascada sobre la sociedad, contaminando todas sus fibras. La corrupción a gran escala, que significa trasponer a cuentas en el extranjero recursos frescos de apoyo a las balanzas de pago, echarse a los bolsillos los fondos de emergencia para catástrofes, y convertir en estafas vulgares la privatización de las empresas públicas. De esta manera, en lugar de ir por el camino de la gobernabilidad, vamos por el camino de la quiebra y la desmoralización. Escándalo tras escándalo, la gobernabilidad pasa a quedarse reducida a lo que originalmente fue, un neologismo.

Escándalo tras escándalo, como en Nicaragua, donde cada día vamos comprobando que el país está más quebrado de lo que creíamos gracias a la corrupción. Ya sabíamos que fondos de la ayuda externa para los damnificados del huracán Mitch sirvieron para construir un palacete en una playa del Pacífico, cuyo dueño es un íntimo asociado del ex presidente Arnoldo Alemán. Y ahora sabemos que el mismo Alemán y familiares suyos hicieron uso a lo largo de cinco años, para beneficio privado, de una tarjeta de crédito avalada por el Banco Central, y pagada con recursos asignados por el Ministerio de Hacienda a la Presidencia de la República.

En una fiebre de compras que cubre más de treinta países, de Singapur, a Egipto, a Suecia, a los Estados Unidos, a la isla de Bali, a Francia, a Italia, Alemán y su esposa usaron la tarjeta para adquirir alfombras en El Cairo, joyas en Nueva Delhi, modelos exclusivos en boutiques de París y Londres, y también para pagar los gastos de su fiesta de compromiso en el hotel más lujoso de Miami, los costos de la boda misma, y el viaje de luna miel a Venecia. Casi dos millones de dólares derrochados aún en momentos en que el país sufría las consecuencias de erupciones volcánicas, huracanes y otros desastres que han abierto aún más la brecha de la pobreza.

Mientras los tribunales de justicia no pasen a ser una pieza esencial del sistema democrático, y sirvan para castigar los actos de corrupción, y para que nadie se esconda tras los parapetos de la impunidad, no habrá manera de avanzar por el camino del desarrollo que siempre nos están proponiendo, aún así se privatice el aire que respiramos. Y tampoco habrá, por supuesto, gobernabilidad.

Y si los organismos financieros creen saber lo que nuestros países necesitan a la hora de dictar sus reglas inviolables de conducta financiera, ni ellos ni la comunidad de países donantes deberían alejarse silbando del escenario del crimen, como si no hubieran visto a los ladrones saltar por la ventana con el saco del botín a cuestas.

Sergio Ramírez es escritor y fue vicepresidente de Nicaragua.

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