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Columna
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Troncos retorcidos

Aquí no estuvieron, ni están los pocos que quedan, alineados como en las lomas y cerros de Jaén. A una distancia prudente para que sus delicadas raíces recogieran la poca humedad de nuestro secano, crecieron los terrenos abruptos, en bancales de piedra seca que frenaban la erosión y embellecían el paisaje árido y pobre. El pan con aceite calmó los estómagos en épocas de estrechez, mientras ellos soportaban inmutables inundaciones y sequías, guerras civiles y abandono del medio rural por sus propietarios que acudían a la costa en busca de un sustento más seguro y un futuro mejor. El verdegris de los olivos fue casi todo en las comarcas castellonenses de interior. Y fueron belleza cuando aprendimos a descubrir la tierra que pisábamos. Y fueron historia y fueron patrimonio de todos con independencia del propietario o los propietarios de las parcelas minifundistas.

Llegaron hace miles de años desde Próximo Oriente, desde Asia Menor. Navegarían en buques de cabotaje sin perder de la vista la costa mediterránea que los ve crecer. Y aquí vivieron un siglo, sin que la mosca, la caparreta , el cotonet o los hongos de la negreta pudieran derribarlos o secarlos. Poco eficaces resultaron los tratamientos químicos contra las plagas de nuestros olivos. Pero las podas y el invierno y las cuatro gotas desordenadas que les dejaban caer las nubes los conservaban. Ahora ya no se conservan. Ahora los venden, los arrancan cuidadosamente y viajan motorizados a otros lugares, a otras latitudes, y adornan el jardín privado o el asfalto urbano. Y un olivo en la villa costera de un potentado ya no es un olivo. Y el verde plateado de sus hojas en medio del asfalto, los gases y los motores ya no es color.

El lobo depredador de rebaños desapareció en el País Valenciano hace ya muchos años. En su lugar apareció el lobo mercantilista, cuyo instinto económico, más que instinto de supervivencia, le da una importancia primordial al comercio y al dinero. Todo se puede comprar y vender hasta la flor pequeña y delicada de los olivos. Ese mercantilismo sin limite ni frontera vendió un día nuestra costa, nuestros humedales; cubrió de escombros albuferas y rompió el perfil de nuestros acantilados. Y todo se hubiese podido conservar y todo era compatible con un desarrollo ordenado y respetuoso con el paisaje, la historia y el entorno. Si desaparecen ahora los olivos castellonenses, desaparece también un retazo de historia, de paisaje y de país. La política de expolio de tierras y bienes palestinos, tal y como leíamos hace poco, incluía la destrucción de los bienes patrimoniales árabes, entre ellos los olivos que fueron arrancados en la Franja de Gaza. Aquí los vendemos descaradamente sin que las autoridades muevan un dedo en ese proceso de degradación de un país que queremos moderno y conservacionista.

Una vergüenza puesta de actualidad ahora, entre otros, por este periódico. Una vergüenza que los castellonenses conocemos desde hace varias décadas, es toda esa historia mercantilista con los viejos olivos. Una vergüenza que tendría un rápido fin mediante un decreto del gobierno autonómico con no más de dos artículos o párrafos. El primero de ellos prohibiría el expolio de olivos y se vigilaría su venta y transporte; en el segundo se concederían las ayudas necesarias y anuales para que los propietarios cuidaran esos olivos y su cuidado fuera rentable. La desidia es la mayor agresión que están sufriendo los bellos troncos retorcidos de nuestros olivos.

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