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Columna
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La memoria y Raimon

Juan Cruz

Está Raimon en Madrid, otra vez. El cantante de Xátiva ('he deixat ma mare, a Xátiva, al carrer Blanc') siempre acude al centro de España en momentos que parecen simbólicos de este país atravesado por la historia, una de cuyas partes principales, la de la dictadura, parece haber sido tachada para siempre y para mal.

La primera vez que vino a cantar fue en 1965, cuando aquí mandaba un oscuro fascista implacable, Franco, cuyo nombre ha sido eliminado de los telediarios, como si nunca hubiera existido, como si su sombra no fuera la alargada sombra de la muerte, la que produjo y la que indujo, la muerte civil y la muerte de la inteligencia.

En esa ocasión, los estudiantes pusieron a Raimon al borde de la cárcel, físicamente, pues le alojaron al lado de la Dirección General de Seguridad, en un hostal al que ahora han acudido, en un ejercicio de averiguación de la nostalgia, Analisa, su mujer ('deixaré els llibres per abraçarte'), y el propio Raimon. Hallaron el hostal, que está renovado y ahora acoge a turistas en pantalón corto, y para llegar a él la presencia inevitable del pasado les hizo pedir al taxista: 'Llévenos a la Dirección General de Seguridad'.

Tendría que buscarse un hueco para estudiar el gran agujero moral que tuvo este país a lo largo de más de cuarenta años: el franquismo

Lo que son las cosas, allí, donde la República -como recuerda tantas veces Eduardo Haro- se proclamó, donde luego estuvo la mazmorra fascista, está el gobierno madrileño que ha invitado esta vez a Raimon a participar en el ciclo de cantantes que llaman Madrid En Canto.

En aquel momento, 1965, Raimon había dicho ya que prefería el viento al tiempo y al mundo que nos estaban haciendo los policías de la libertad y de la vida. Su intervención en la Facultad de Económicas fue como un aldabonazo en la conciencia civil de los estudiantes y de las personas que acudieron a oírle cantar, y el propio recital, como Raimon, quedaron en la imagen de ese tiempo y de ese país como la demostración de que era posible otro territorio distinto al territorio de fascismo en el que estábamos viviendo.

Recordar aquel episodio, y aquella miseria moral que vivíamos, no es un ejercicio de nostalgia, como esa excursión de Analisa y Raimon en busca de la atmósfera de aquel hotel en el que les alojaron los estudiantes, al borde mismo de la propia policía. Es algo más profundo y tiene que ver con la España de hoy, que parece haber perdido aposta la memoria de lo que fue la represión franquista; Franco ha dejado de ser asunto en la vida cotidiana de los que se dedican a la pedagogía de la política y de la historia. Ahora que este país ya conmemora acontecimientos superlativos, como la llegada de la democracia, tendría que buscarse un hueco para estudiar con más detenimiento el gran agujero moral que tuvo este país a lo largo de más de cuarenta años: el franquismo.

En esa atmósfera de dejadez de la historia regresa Raimon, al borde de una huelga general, en un país que se ha colado con decisión en la ola conservadora de Europa, un continente que se resiste a la diferencia y al mestizaje, en un universo en el que el miedo y la violencia son sustantivos pegajosos, perennes. Su figura, que sigue recordando la de aquel adolescente que rasgaba la guitarra como si las uñas también cantaran, no ha dejado de ser un símbolo, le vemos y le escuchamos como el que gritó ¡No!, pero también le vemos como el que intentó hacer que la poesía ajena -Espriu, Salvat Papasseit- nutriera su interpretación cantada del porvenir de la vida, en un país que tenía que cambiar para devolverle la canción a los que no creían en las pistolas, 'para la vida se hace el hombre y no para la muerte'.

Antes de este recital de estos días, Raimon también estuvo en Madrid, en otro momento de una delicadeza extrema, cuando la bota del otro fascismo, el de ETA, cayó con su contundente mezcla de estupidez y barbarie sobre el concejal asesinado Miguel Ángel Blanco, que fue un símbolo del sufrimiento del País Vasco. La intervención de Raimon en aquel concierto de homenaje póstumo en Las Ventas se convirtió en una metáfora de un clima moral que al cantante dejó perplejo: los silbidos con los que se recibió su interpretación de su propio homenaje a Euskadi fueron una demostración de que la herida civil que vive este país no se cicatriza, la memoria sigue estando en carne viva. Su concierto tiene que ver con la memoria, y él mismo es un territorio lleno de memoria, un símbolo persistente de un tiempo que nos fue marcado por sus canciones literalmente inolvidables.

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