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Columna
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La materia de la que están hechos los sueños

Steven Spielberg es, con toda probabilidad, un buen director de cine. Incluso, excelente. Tiburón es un peliculazo de aventuras, donde el número de diálogos trascendentes y el dramatismo puramente verbal aparecen reducidos a un mínimo muy soportable; y Salvar al soldado Ryan, aunque no evita el final autogratificante, contiene extensas parrafadas visuales más que dignas. Pero, sobre todo, lo que el último genio de Hollywood ha sido, a un nivel excepcional, es promotor y divulgador de un cine directo, sencillo, de imágenes poderosas, producto de una industria, lo que no está reñido con la sensibilidad.

Por eso, no sólo ha digirido sino producido -además o en lugar de- algunas de las películas más gratas, joviales, y entrañables para el espectador como Regreso al futuro, primera versión, y como guionista ha probado su buen gusto y una afición histórica al cine en Encuentros en la tercera fase, que puede ser el combustible que mejor le anima.

No todo ha tenido, sin embargo, por qué salirle igual de bien. Aunque el éxito fue mayúsculo, La lista de Schindler, que tocaba un asunto tan delicado como importante, es una película estimable, pero a la que le falta personalidad y, paradójicamente, en tan intenso melodrama, también un tanto de sustancia dramática. E incluso ha perpetrado petardos infumables como Amistad, donde con tantos barcos negreros para elegir de su propia nacionalidad, le tuvo que salir uno español; o las epopeyas jurásicas por ordenador, donde todo era, entre aullidos, previsible.

Su trío de éxitos para la historia seguramente está representado a tope en la serie de Indiana Jones, para la que utilizó a un actor nacido para que le adoraran las mujeres y no resultara ofensivo, por ello, a los hombres. Harrison Ford y Steven Spielberg se hicieron un formidable favor mutuo por ello. De las tres, espectadores de calidad opinan que la segunda, Indiana Jones y el templo maldito, era la mejor, con sus fundidos de fin de capítulo sabiamente diseminados para que reconociéramos el antiguo cine por entregas, con sus finales que dejaban al protagonista siempre al borde de uno u otro precipicio. Tanto como hacer películas era como dialogar desde la pantalla con los cinéfilos de buena memoria. Como discutible apósito, en éstas y otras de sus películas, estudiados anuncios para desbravar una de sus obsesiones menos gratificantes: unos cuantos figurantes árabes -sin que viniera realmente a cuento como en Regreso al futuro- dedicados a menesteres nada humanistas. Habría que preguntar a Edward W. Said qué opina del asunto.

Al final, Spielberg es por encima de todo un grandioso espectador de cine. Fue un niño que creció con The twilight zone, y absorbió celuloide hasta hacerse él mismo sustancia cinematográfica; y quizá de ello se derive alguna impersonalización de sus películas, como si tantas y tantas obras anteriores figuraran como cameos repujados en sus filmes. Pero nadie ha salido perdiendo con ello.

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