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País en ruinas

La querella en torno a las ruinas excavadas en el Born y a la conveniencia de emplazar allí, como estaba proyectado, una gran biblioteca pública tiene como fundamento dos supuestos conceptuales turbios. Tales como, uno, las ruinas conducen al pasado, son su puerta de entrada, y dos, a la frecuencia del uso de libros se le atribuye una generación de conocimiento de efectos sociales indudablemente benéficos. En este uso se suele reconocer también una singular y suprema marca civilizatoria. Ninguno de los dos supuestos es seriamente sostenible.

Hace medio siglo, alguien (L. P. Hartley, 1953) observó que 'el pasado es un país extranjero: la gente hace allí cosas diferentes'. Alguien (D. Lowenthal, 1985), después, escribió un grueso libro sobre ello. El rasgo de ingenio descriptivo resulta aún hoy más iluminador que las tediosas monsergas de oficio sobre qué sea la historia y su imposible sentido. Pero ninguno de los autores insistió, quizá porque fuera obvio, en que el país extranjero del pasado, contrariamente a los -incluso- de geografía remota, no era visitable. Al pasado no va nadie ni de él, pues, nadie vuelve para contarlo. Justamente por ello se ingenian grandes simulacros de viaje, quebradizas tramoyas para reproducir las dimensiones y el sentido del paisaje. Pero no es cierto, el pasado no tiene un interior accesible en donde se puedan hallar cosas, objetos y personas dispuestas en reconocible cotidianidad. La contemplación de ruinas incita, claro, a reflexiones deleitables sobre la fugacidad abrasiva del tiempo o sobre lo caduco del artificio humano. Incluso algunos llegan, audazmente, a ver en los residuos la posibilidad de reproducir la vida cotidiana de los antiguos, como si las pautas de comportamiento de la especie, en sus rasgos más característicos, pudieran deparar sorpresas. Todo esto es sabido. Y nadie, incluso entre los más nostálgicos, quisiera viajar al pasado si la condición fuera la de no volver. ¿Qué tienen, pues, las ruinas de la ciudad de 1714 que producen tanta discordia si, de hecho, no son nada? Lo que está en disputa no es, por supuesto, el pasado, sino la narración que desde las ruinas puede hacerse. Se sabe qué ocurrió brevemente allí, en estos campos de soledad. Las ruinas son resultado no de un desplome accidental o de degradación paulatina, sino de una orden. Es más, fueron los mismos habitantes quienes forzadamente llevaron a cabo el derrumbe. Difícilmente, quizá, puede haber una imagen más clara de la derrota y de la sumisión que la de gente ordenadamente destruyendo sus casas.

En seguida se advirtió la dificultad de elaborar una narración de las ruinas que no resultara estridente. Pero, en mi opinión, la causa de esta prevención es más recóndita de lo que los querellantes parecen admitir. Ciertamente, estas ruinas pueden ser un recordatorio efectivo de los estragos de la guerra. El visitante puede ser, incluso, movido a considerar el sufrimiento de los vencidos y a ponderar los detalles hirientes de cómo fueron forzados a llevar a cabo su propia devastación. Que no debería repetirse, podría añadir el pedagogo, y los visitantes asentirían. Todo quedaría en una postal de desventura histórica. Otra cosa, sin embargo, sería interesarse por si el episodio de guerra, mostrado en las ruinas, tiene un mayor sentido más allá del inmediato de la reconocible costumbre humana de la violencia. Se podría, por ejemplo, preguntar al guía por los vencedores, quiénes fueron, por qué lo hicieron y qué sacaron de victoria tal. El guía, seguramente, sólo podría responder por los vencidos. Y ahí, justo ahí, se halla el centro de la enigmática esfera. Habría perdido Barcelona o, quizá, incluso -pero ello exigiría un grado mayor de elaboración- lo hubiera hecho Cataluña. Pero, ¿quién venció y venció tanto que hasta consiguió hacer su nombre indecible? La respuesta a esta enojosa pregunta es el objeto huidizo de los querellantes. La intención extrema de hacer invisible la derrota o de percibirla como un resultado ocasional y arbitrario pretende, justamente, evitar la identificación clara del vencedor. ¿Lo hubo? ¿Quién fue? Pongamos que el Borbón, un rey, un

monarca tirando a absoluto. La pacificación entre los querellantes podría, quizá, obtenerse diciendo que si, en efecto, perdió Cataluña, ganó sólo el Borbón. De esta manera se deja en prudente oscuridad la alusión a un menos caprichoso vencedor, a un constructor de naciones, por ejemplo. Porque la derrota podría contarse como el principio de una modernidad siempre deseable aunque imperfecta, visible hoy en España. La batalla perdida y por otros ganada de Barcelona se inscribiría en un conflicto más general, sin embargo, sólo europeo -no cabría mezclar las terribles guerras de indios de ultramar ni las incipientes correrías coloniales en África y Asia- de constitución de Estados y determinación de autoridad y legalidad política. La batalla de Barcelona se convertiría en un punto iluminado, en ejemplo edificante de una pugna cosmopolita sin posible reivindicación de singularidad local. Nadie, pues, en el fondo, se habría llevado la peor parte. Pueden visitarse las ruinas. Claro que no conducen al pasado, sino al presente con decorados de cartón-piedra. El simulacro de visita será, por supuesto, guiado. Recuérdese que la visita a un lugar tan obvio como el infierno requiere la compañía de un guía especialmente sabio y hábil.

Poco tiempo después de 1714, en 1750, alguien, J. J. Rousseau, había argüido con precisión y elocuencia que el progreso de las ciencias y las artes no implicaba una mejora de las costumbres, entre ellas, quizá la más notoria, la de resolver por medio de la guerra los conflictos entre humanos. O incluso podría pensarse que a mayor grado de progreso de aquéllas correspondería una más grande asiduidad y complejidad de los conflictos acabables en inducción selectiva de muerte. Que yo sepa, nadie ha desmentido que ello ocurra. Las bibliotecas son los lugares que contienen el progreso gigantesco de las ciencias y las artes. Visítense también.

monarca tirando a absoluto. La pacificación entre los querellantes podría, quizá, obtenerse diciendo que si, en efecto, perdió Cataluña, ganó sólo el Borbón. De esta manera se deja en prudente oscuridad la alusión a un menos caprichoso vencedor, a un constructor de naciones, por ejemplo. Porque la derrota podría contarse como el principio de una modernidad siempre deseable aunque imperfecta, visible hoy en España. La batalla perdida y por otros ganada de Barcelona se inscribiría en un conflicto más general, sin embargo, sólo europeo -no cabría mezclar las terribles guerras de indios de ultramar ni las incipientes correrías coloniales en África y Asia- de constitución de Estados y determinación de autoridad y legalidad política. La batalla de Barcelona se convertiría en un punto iluminado, en ejemplo edificante de una pugna cosmopolita sin posible reivindicación de singularidad local. Nadie, pues, en el fondo, se habría llevado la peor parte. Pueden visitarse las ruinas. Claro que no conducen al pasado, sino al presente con decorados de cartón-piedra. El simulacro de visita será, por supuesto, guiado. Recuérdese que la visita a un lugar tan obvio como el infierno requiere la compañía de un guía especialmente sabio y hábil.

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Poco tiempo después de 1714, en 1750, alguien, J. J. Rousseau, había argüido con precisión y elocuencia que el progreso de las ciencias y las artes no implicaba una mejora de las costumbres, entre ellas, quizá la más notoria, la de resolver por medio de la guerra los conflictos entre humanos. O incluso podría pensarse que a mayor grado de progreso de aquéllas correspondería una más grande asiduidad y complejidad de los conflictos acabables en inducción selectiva de muerte. Que yo sepa, nadie ha desmentido que ello ocurra. Las bibliotecas son los lugares que contienen el progreso gigantesco de las ciencias y las artes. Visítense también.

Miquel Barceló es historiador.

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