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Reportaje:

Bajo el síndrome del pánico

El fiscal general dibuja diariamente a los norteamericanos una realidad de amenazas terribles, inminentes y casi inevitables

Enric González

John Ashcroft, fiscal general y máximo responsable de los servicios de seguridad de EE UU, interrumpió una visita oficial a Rusia y pidió una conexión por satélite para efectuar, desde un estudio de Moscú, un anuncio televisado a todos los estadounidenses: 'Hemos impedido', dijo Ashcroft con el rostro crispado, 'una conspiración terrorista para atacar a Estados Unidos con la detonación de una bomba sucia radiactiva'. Eran las 10 de la mañana del lunes pasado y la aparición del fiscal general en las pantallas logró atemorizar a millones de personas. Una vez más, el fiscal general avivó el miedo de la población. Un miedo que favorece sus métodos y sus aspiraciones.

En una declaración de 14 párrafos, John Ashcroft mencionó cinco veces los términos 'radiactividad' y 'bomba sucia'. Y subrayó que el presunto terrorista José Padilla había sido entregado a la justicia militar 'para garantizar la seguridad de todos los estadounidenses'.

Su actitud acaba teniendo un efecto indeseado: fomentar la incredulidad
Las amenazas son reales, pero Ashcroft procura que parezcan todavía más horribles
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Una hora después, varios miembros del Gobierno aclararon que no había razón para alarmarse y que el artefacto radiactivo sólo existía en la imaginación de Padilla, un antiguo pandillero de Chicago presuntamente captado por Al Qaeda.

El subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, uno de los más preclaros representantes de la línea dura en la Administración de George W. Bush, se encargó de explicar a la ciudadanía que Ashcroft había exagerado mucho. 'No creo que existiera conspiración alguna, más allá de algunos comentarios aislados y el hecho de que evidentemente viajó para planear fechorías', dijo Wolfowitz. El propio Bush telefoneó a Ashcroft para expresarle su descontento por el tremebundo mensaje televisado. Un alto cargo del Gobierno comentó a The Washington Post que el fiscal general había tenido 'muy poco tacto' y que había convertido la detención de Padilla en un asunto 'mucho más grave de lo que cualquiera de nosotros esperaba'. 'Nos esforzamos por informar sin alarmar', dijo el alto cargo, quejándose del malestar causado por Ashcroft en la opinión pública.

La actitud del fiscal general acaba teniendo un efecto indeseado, el de fomentar la incredulidad: una encuesta realizada el miércoles por encargo de la cadena CNN reveló que un 71% de los estadounidenses no consideraban que existiera riesgo inminente de ataque con una bomba sucia.

La Casa Blanca trató de justificar, en público, la actitud del fiscal. 'En un primer momento, las informaciones iniciales tienden a referirse a la peor hipótesis entre las posibles', comentó el portavoz presidencial, Ari Fleischer. Pero la exageración de Ashcroft era difícilmente defendible. Padilla, nacido en 1970 en Nueva York, de origen puertorriqueño y convertido al islam bajo el nombre de Abdulá al Mujahir tras casarse con una musulmana, había sido detenido el 8 de mayo en el aeropuerto O'Hare de Chicago, cuando regresaba de un largo viaje por Pakistán, Egipto y Suiza. El FBI le había mantenido en detención incomunicada durante semanas. Un mes más tarde, el 9 de junio, Bush firmó una orden por la que se le consideraba 'combatiente enemigo' y fue entregado a la justicia militar. Una vez internado en una prisión castrense de máxima seguridad, en Carolina del Sur, sin que nada hubiera cambiado en 31 días, Ashcroft hizo su exhibición de terrorismo informativo.

Ashcroft es la ofrenda de Bush a sus votantes ultraconservadores. En la anterior legislatura fue considerado el senador más escorado a la derecha, y eso implica mucho extremismo cuando se compite con ultras como Jesse Helms; en las elecciones parlamentarias de noviembre de 2000, coincidentes con las presidenciales, fue derrotado por un muerto (su adversario demócrata había fallecido durante la campaña pero aun así ganó, representado por su viuda), lo que da una idea de su popularidad en su Estado natal, Misuri; y fue el miembro del Gobierno de Bush al que más le costó conseguir la preceptiva ratificación del Congreso. Ya como fiscal general, fue el impulsor de las redadas masivas contra inmigrantes irregulares, cientos de ellos detenidos poco después del 11 de septiembre y aún en prisión, sin haber comparecido ante un juez. Y a partir de septiembre obligará a los extranjeros procedentes de países musulmanes a comparecer ante el FBI a su llegada a EE UU, para ser interrogados y fichados, aunque su documentación esté en regla.

A Ashcroft le conviene que los estadounidenses estén bajo una angustia permanente. Las amenazas son reales, eso es indiscutible desde el 11 de septiembre, pero el fiscal general procura que, además, parezcan terribles e inminentes: su discurso rebosa de 'agentes infiltrados', 'bombas radiactivas' y 'ejércitos de enemigos que conspiran en la sombra'. Sus medidas represivas, anticonstitucionales en opinión de no pocos jueces y congresistas, reciben un apoyo mayoritario porque hay miedo y la población está dispuesta a admitir cualquier cosa, a cambio de una cierta seguridad. Según Ashcroft, la única vía hacia la seguridad es su política. Hay que tener en cuenta que Ashcroft ya quiso ser presidente y no pierde la esperanza de ocupar la Casa Blanca algún día. Es un ultraderechista que no tendría la menor posibilidad electoral en épocas de normalidad, pero el terrorismo, y el miedo consiguiente, le han abierto una rendija. Son obvios sus esfuerzos por evitar que se cierre.

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