Los restos de una fiesta que no fue
Argentina se reincorpora a su drama cotidiano tras llorar la derrota más dolorosa
Debe haber pocas escenas urbanas más patéticas que la de los restos de una fiesta que no fue. Todo te la recuerda. Las banderas siguen allí, colgadas en los escaparates de los negocios junto a los afiches del equipo, se ofrecen a un peso en las esquinas, pasan caminando como sonámbulas camisetas albicelestes sin rostro, la euforia y el festejo permanecen inmóviles y fijos en las vallas comerciales, no sobrevuela un papel, ni cae una lágrima, ni se escucha una risa, ni sobresale un grito. En el bar, pasado el tiempo, mientras las miradas se apagan sobre la pantalla del televisor, alguien, como si asomara desde un sótano profundo, reacciona por fin y pregunta: 'Che, ¿qué se sabe de Suecia?'.
La retransmisión de los partidos en horarios tan impertinentes como los de la madrugada, el amanecer o en medio del desayuno, interrumpido porque hay que ponerse de pie en cuanto suena el himno nacional, resalta el drama después de una derrota semejante. Enseguida, además, te queda el día casi entero, el trabajo si es que lo tienes, el trajín de la vida cualquiera que sea, y en este país, como está, como va. El desierto del día se extiende y aún no se ve al otro extremo la orilla de la noche, del vientre adónde regresar, de la cueva en la que ocultarse, del pozo del sueño en el que abandonarse. 'Ay, no, no, con los ingleses no', ha dicho alguien que acaba de pasar, solo, hablando para sí.
Nada. Ni siquiera el título compensará la pérdida de este partido. Las 'invasiones inglesas' a comienzos del mil ochocientos, anteriores a la independencia, es la primera lección bélica de la historia que aprenden los niños argentinos en las escuelas. Las maestras les cuentan que los vecinos de la Buenos Aires de entonces, criollos, españoles y mestizos, atacaron a las tropas enemigas arrojando desde los techos aceite hirviendo al paso de las columnas. 'Tírale aceite, Kily', gritó un parroquiano exaltado al verle sangrar después de un golpe de Beckham en la nariz. 'Este partido nos va a costar sangre, sudor y lágrimas', dijo otro a un amigo que tenía a su lado, que a su vez le preguntó: '¿ Eso no lo dijo un inglés?'. Alguien escuchó inglés y empezó a cantar. 'El que no salta es un inglés/ el que no salta es un inglés'. Caían las sillas, retumbaban las palmas sobre las mesas, saltaban las tazas, pero el aliento se quedó sin aire enseguida. 'Me quiero matar', dijo y se sentó, ocultando la cara entre las manos.
Los coleros, como se llama a los que forman filas frente a los bancos y agencias de cambio donde se compran dólares y luego revenden su sitio por veinte o veinticinco pesos, eran los únicos que se confortaban porque al menos habían resistido a la tentación de gastarse las monedas en un café. Poco después de terminado el partido, un grupo de jóvenes se acercó al obelisco en el centro de Buenos Aires, escenario tradicional de los festejos futbolísticos argentinos, para hacerle el aguante al equipo. La mañana, la necesidad de trabajar de los que circulaban por allí, los coches, los taxis, los autobuses, el desencanto, acabó enseguida con la demostración de lealtad y la fidelidad se dispersó por las calles vecinas. En los puestos de venta de periódicos se apilaban ya los suplementos especiales de los periódicos que nadie quería leer. Sin consuelo, dice un titular. Pena máxima, insiste otro. Los transeúntes pasan y los miran con el rabillo del ojo. El modesto negocio, la necesidad de hacer unos pesos de diferencia con una victoria que todos anticipaban como si jugar el partido fuera apenas un trámite necesario, se derrumbó como las torres gemelas. Las tiradas de los ejemplares se redujeron a menos de la mitad, nadie quería saber, ni leer, ni ver, ni tomar, ni comer, ni comprar, salvo antiácidos, aspirinas o alcohol.
Todo tendía al olvido, hasta que, de pronto, ya de regreso, ¿ qué es eso? ¿Le oyes?. Hay algo allí, una historia. Puedes verlo y escucharlo: un adolescente, solo, vestido de tejano azul y zapatillas desgastadas, chaqueta de lona, desteñida, dos horas después de la derrota de Argentina frente a Inglaterra, sentado, echado contra el tronco de un árbol en un camino del Parque Lezama, al sur de Buenos Aires, donde termina el barrio de San Telmo y comienza el de La Boca, se seca con el puño la baba de cerveza, se abriga hasta los labios con una bufanda celeste y blanca raída, y canta. Le tiembla la voz, se emociona hasta las lágrimas, bebe, sigue cantando a la selección sin dejar de llorar.
La soledad del parque se toca de su pena. Es un quejío, un lamento, una melancolía infinita. No tiene consuelo. O sí. Habría tantas derrotas anteriores para contarle. Pero ésta es la suya. Ahora no le caben ni las palabras de Maradona. No escucharía al propio Diego ni siquiera si le viera regresar desde La Habana a través del vapor de la niebla para sentarse a su lado, pasarle una mano por el hombro y decirle al oído lo que ayer retransmitían las emisoras de radio: 'Los equipos con historia no pierden nunca, siempre están a las puertas de algo importante, y Argentina es uno de esos equipos'.
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