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El 'síndrome Añoveros'

La existencia, en los orígenes históricos tanto del nacionalismo vasco como del catalán, de una componente poscarlista, o tradicionalista, y fuertemente clerical es algo tan innegable como desproporcionado con la obsesión enfermiza que aquel rasgo fundacional ha alimentado desde entonces, y a lo largo de más de una centuria, en la España política e intelectual más centrípeta. Ya en 1901 -aún no nacido un nacionalismo político- se publicaban en Madrid textos que describían el catalanismo como 'una hidra clerical', y explicaban del obispo de Vic, Josep Morgades, que 'después lo fue de Barcelona hasta su muerte, para desgracia de su memoria y desventura de España', y había en la capital del Reino autores que proponían 'confiar los intereses de la Iglesia en Cataluña y la dirección de las conciencias cristianas, como así mismo la propagación y conservación de la fe católica, a obispos y sacerdotes de otras provincias españolas' (José Martos y Julio Amado, Peligro nacional. Estudios e impresiones sobre el catalanismo, Madrid, 1901).

Un cuarto de siglo más tarde, también el dictador Primo de Rivera estuvo convencido de que el virus 'separatista' se propagaba especialmente desde púlpitos y sacristías, y para atajarlo no dudó en movilizar su diplomacia y presionar a Roma contra quien a la sazón era primado de la Tarraconense, el cardenal Vidal i Barraquer. No tuvo éxito, pero su fobia fue heredada por el franquismo, que describió a aquel prelado como 'un tipo absolutamente indeseable para la España nacional' y lo forzó a morir en el exilio. Todavía en 1952, un falangista pata negra como José María Fontana creía que 'el padre espiritual, el adelantado mayor y el gran conspirador del catalanismo renaciente es el clero catalán', y consideraba que entre Torras i Bages y el PSUC discurría una sólida línea de continuidad.

En el caso del País Vasco, donde la raíz carlo-católica del nacionalismo contemporáneo es muy patente, la consiguiente obsesión del españolismo ha sido aún más intensa, y transversal a izquierdas y derechas. Baste recordar que durante el primer bienio republicano (1931-33), cuando el socialismo y el azañismo gobernantes en Madrid rechazaban conceder la autonomía a Euskadi, su argumento mayor era que, en manos del PNV, un País Vasco autónomo sería 'un Gibraltar vaticanista' (la frase es atribuida a Indalecio Prieto). Vinieron luego la feroz represión de la guerra y la posguerra civiles contra el clero nacionalista y, ya en las postrimerías de la dictadura, el caso Añoveros: la exasperada réplica del franquismo a una homilía del obispo de Bilbao en defensa de los derechos del pueblo vasco, réplica que no concluyó con la expulsión manu militari del prelado gracias a la firmeza del cardenal Tarancón y al deseo de Franco de evitar un choque frontal con la Iglesia.

Lo que quiero subrayar, en resumen, es qué pocos españoles asociarían hoy a ETA con el marxismo-leninismo y cuántos, en cambio, creen saber que 'ETA nació en un seminario'; qué pocos serían capaces de dar el nombre de un jefe histórico de la banda terrorista y cuántos, en cambio, identifican al obispo emérito de San Sebastián, José María Setién, como uno de los cabecillas morales del abertzalismo más desbocado. Como mínimo desde los días de Añoveros, como máximo desde los de Torras i Bages, una ancha corriente de la opinión publicada en España sostiene que casi todas las estridencias de los nacionalismos periféricos hallan cobijo, aliento o inspiración entre la clerigalla. Seguro que los lectores del EL PAÍS recuerdan aún el reciente artículo de Fernando Savater donde comparaba a los obispos de Vic, Girona y Solsona con los Siete Niños de Écija... ¡Vaya con el filósofo humorista!

Y bien, tal es el contexto, o mejor el terreno abonado, sobre el que la pastoral titulada Preparar la paz, que las tres diócesis de Euskadi publicaron conjuntamente la semana pasada, ha caído como un bombazo, casi como una declaración de guerra. Leído de manera honesta y serena, nada en el documento eclesial justifica la escandalera mediática, ni el teatral compungimiento del Gobierno, ni la movilización diplomática capitaneada por el ministro Piqué; el texto reitera la exigencia de que ETA desaparezca, expresa una condena moral sin paliativos no sólo del terrorismo estricto, sino también de 'todas aquellas personas o grupos que colaboran con las acciones terroristas, las encubren o las defienden', enfatiza la 'necesidad de defender, acompañar y proteger' a los ediles del PP y del PSOE y, entre otras muchas cosas destacables, afirma que 'ser nacionalista o no serlo no es ni moralmente obligatorio ni moralmente censurable. (...) Nadie ha de sentirse en nuestra tierra más ciudadano que los demás por el hecho de poseer determinados rasgos culturales específicos ni ha de recelar de aquellos conciudadanos de otra tradición cultural diferente'.

Nada reprochable, pues, desde una ética cristiana o laica, eclesiástica o civil. Nada, excepto las reservas al dogma de la ilegalización de Batasuna. Es eso, y sólo eso, lo que ha desencadenado las iras del Gobierno de Aznar, de sus mariachis periodísticos y de un PSOE reducido al triste papel de comparsa. Eso, lo que ha convertido a los obispos en chivo expiatorio, en herejes abrasados por las llamas de la más grosera demagogia. Eso, lo que ha impulsado al ministro Piqué a llamar a capítulo al nuncio y apretarle las tuercas a la Conferencia Episcopal: si Aznar ya logró expulsar al PNV de la Internacional Demócrata Cristiana, ¿no sería estupendo expulsar también a esos díscolos prelados vascos de la Iglesia católica universal? Todo es cosa de intentarlo...

Mientras tanto, bajo el feliz reinado del emperador José Mari I, el foso que separa Madrid de Vitoria, la sociedad española y una gran porción de la sociedad vasca, sigue ahondándose y ensanchándose.

Joan B. Culla es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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