El viaje de Padorno
El día después de la muerte en Madrid del poeta canario Manuel Padorno, el Círculo de Bellas Artes de esta ciudad se llenó de poesía canaria. En un aula leía Andrés Sánchez Robayna versos de su El libro, tras la duna (Pre-Textos) y en otra estaban Sabas Martín y Juan José Delgado presentando la antología de poetas canarios y marselleses que ha publicado la revista del Ateneo de La Laguna. La coincidencia entre la desaparición del gran poeta y esta plétora lírica de los que le siguen en edad y generación la da ese azar que los poetas tratan de detener como quien trata de parar el tiempo.
Padorno, que vive (¡vivía!) en Las Palmas desde los años ochenta, después de su larga excursión madrileña, había ideado para el día en que fatalmente se produjo su muerte un encuentro entre poetas insulares y peninsulares. Ese encuentro, que se celebró con la sobriedad y la solemnidad con que la muerte súbita subraya la memoria de los ausentes, congregó finalmente (y ya se dijo aquí) a Arturo Maccanti, a Tomás Segovia, a César Antonio Molina, a Elica Ramos y a Oswaldo Guerra, y al propio Padorno, que ideó el concierto y lo preparó como un símbolo de lo que había sido su obsesión: que se conociera la gente. Sus versos los leyeron otros poetas, Antonio Puente y Óscar Millares, y en el aire del Jardín Botánico (donde tienen lugar los principales actos de Canarias Crea) sonó todo como la continuidad cultural de la que Padorno es un principal protagonista.
Delgado habló, en su presentación de la revista que dirige, de la vocación atlántica de la poesía insular. Esa ha sido una constante de la cultura creativa de los canarios, desde Agustín de Bethencourt a Pérez Galdós, y de Galdós al propio Manuel Padorno. Hubo un interregno, cuando la República, en que una revista, Gaceta de Arte, trasladó el viaje, el afán cosmopolita, a sus propias páginas, y hay un libro, debido al jefe de filas de esa generación republicana, Domingo Pérez Minik, que significativamente se llama Entrada y salida de viajeros.
El libro de poemas que leía en el Círculo esta vez Sánchez Robayna tiene que ver con su propio viaje, a través del mar, en el mundo y en Barcelona, y la obsesión de esa revista que Delgado traía a Madrid es, también, un viaje del Atlántico al Mediterráneo de Marsella, trayendo consigo a poetas insulares cuyos nombres son éstos: Juan Pedro Castañeda, Miguel Martinón, Cecilia Domínguez Luis, el propio Sánchez Robayna, el ya citado Sabas Martín, Sergio Domínguez Jaén, Bernardo Chevilly, Fermín Higuera, Melchor López, Ricardo Hernández Bravo, Pedro Flores y Rafael-José Díaz. Sus nombres quedan ahí para constancia no sólo de la abundancia sino de la continuidad de la abundancia: siempre hubo (lo dijo Delgado, se sabe) muchos y muy buenos poetas en las islas, desde Saulo Torón a Pedro García Cabrera, Arturo Maccanti o Rafael Arozarena, teniendo a Tomás Morales (aquella obsesión de Carlos Barral y del propio Manuel Padorno) como uno de los patronos del viaje incesante de la lírica insular.
Es, pues, un viaje. El de Padorno centró en los años cincuenta ese empeño insular por hacer del mar un barco y no una frontera; fue consecuencia de una tradición de la vanguardia creativa insular, y abrió entonces, en época tan difícil, la vía para otros; en su compañía viajaron quienes hicieron luego compañía a la vanguardia peninsular, los Chirino, Millares e Hidalgo. No es que vinieran a la Península en busca de reconocimiento, sino que hacían el viaje natural, el que propicia el mar, el que nunca se detiene, la obsesión vocacional de los que viven en las islas: frecuentar el extranjero porque eso está en la condición humana del insular.
Cuando murió Manuel Padorno faltaban pocas horas para que se cumpliera su deseo de hacer coincidir el viaje peninsular con el viaje atlántico del que él mismo era metáfora. Quienes se preguntan por qué nos conmovió a todos tanto esta muerte inesperada debemos decirles que todos los que somos canarios, todos, somos parte del viaje de Manuel Padorno.
Babelia
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