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CRÓNICAS
Columna
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Territorios prohibidos

Juan Cruz

El poeta Manuel Rivas dijo en Ourense, hablando en el congreso de los libreros españoles, que las librerías debieran estar, en nuestro país, marcadas como territorios prohibidos, pues de ellas se sabe cómo se entra pero se desconoce la salida. Alberto Manguel, el autor de una sólida historia de la lectura, dijo, en ese mismo congreso, algo de lo que sabe mucho: la biografía de la gente puede hacerse a partir de los libros que lee, en la lectura está la caja negra de la personalidad, a la lectura se entra uno y se sale otro y para siempre. Lo que dice Muñoz Molina -lo dijo en la Academia, el jueves- de la literatura que él ama, 'en el balcón de nuestro cuarto, que ha de permanecer abierto al mundo'. La librería -la biblioteca- es la prolongación natural de ese balcón abierto.

Rivas ve, y eso se lo dijo a los libreros, una salvaje proliferación de libros en bosques magníficos, en los que los sucesivos semejantes de Adán buscan la fruta prohibida, se quedan para gozar con ella y repiten la sinuosa caminata de las estanterías hasta llenar su propia saca de más manzanas; es la guerra de leer. Y nunca salen de allí, ésa es su felicidad: perderse en las montañas de los libros. A su metáfora, el autor de La lengua de las mariposas (sobre un maestro republicano que hace leer; lo han visto ustedes también, en cine, dirigida por José Luis Cuerda, que estos días también recibió el homenaje del Festival de Málaga) podría haber añadido la metáfora de las especies en extinción: de pronto la enorme excavadora del tiempo y del mercado se ha puesto en el umbral de esas librerías, los propios libreros se han atrincherado y ahora se vive un instante de incertidumbre: ¿qué pasará con ellos, ganará la batalla la librería como la conocimos? ¿Qué será el futuro? ¿En serio estamos en un mundo en el que cabe vislumbrar, con el poeta, que las librerías se configuran como territorios peligrosos, o podemos decir, como los agoreros, que las librerías son especies en extinción?

Alberto Manguel ve el retrato del hombre a partir de los libros; un operario industrial decía el otro día en el espacio Un libro, una vida, del Telediario 2 de TVE, que aconsejaba la lectura (que él mismo practica: aparecía leyendo en voz alta Los niños de la guerra, de Josefina Aldecoa) porque leer te da opinión y, por tanto, la gallardía de la independencia. Leer, decía José Saramago, es bueno para la salud, y gracias a la lectura uno es alguien que sale de un túnel como si fuera una persona nueva, sin duda mejor, más sabia o más dubitativa. El hombre es, si lee, la caja negra de los libros, por los libros que lee se conoce su época o su ideario, no hay ningún libro que sea inocente, pero los libros no son culpables; te enseñan libertad, pero sobre todo te crean incertidumbre sobre tus propias certezas; del pensamiento o de la poesía de los hombres se extraen los libros que han leído, nadie es inmune a los libros. Hay que saber escogerlos, debe tener uno maestros que le ayuden a escoger, pero luego la soledad de la lectura es absoluta, nadie sabe adónde nos va a llevar un libro. La vida es un buen maestro de lectura, incluso algunos lectores ilustres nos pueden llevar por la selva de la que habla Rivas, pero no conozco mejor consejo que el consejo del librero.

Se tiene (así la ha hecho la historia, entre tanto dime y direte) una imagen deformada del librero, como un personaje que nos recibe, atiende nuestro pedido, recorre con la memoria sus existencias y se equivoca al final de libro y de título. Se tiene la idea de que su comercio es un almacén de libros de los que él se desprende cuando ya no le caben más, o cuando no los vende. Y no es así: el librero está preparado para asistirte, él es en sí mismo un lector, y recibe tu visita como si fueras el único cliente que ha dado ese día a parar a la selva que él ha organizado. Les reclaman (les reclamamos) más informática y más títulos, y mientras tanto llenamos los medios y las escuelas de incitaciones para que la gente se aleje de los libros; les decimos que vendan y les ahuyentamos al cliente. Somos un país de no lectores que nos saciamos de no libros para convertir en una sociedad no a la sociedad del (no) futuro.

Los libreros dicen que, dentro de lo que cabe, son optimistas. Ahora, después del congreso que han celebrado en Ourense, donde tantos buenos lectores hubo siempre (como Carlos Casares o como José Ángel Valente), tendrán las principales ferias de su sector. Sacarán su selva a la calle; pasarán de ser libreros de cabecera, y de bosque, a ser libreros de ciudad. En una evocación melancólica, y también entristecida, de la ciudad de Buenos Aires, Mario Vargas Llosa ponía por delante el recuerdo de las librerías, que en la capital de Argentina han sido de veras la caja negra de la resistencia de un país frente al tormento de una historia que no cesa. El reducto de felicidad, un territorio prohibido para la desesperanza. Imaginar ahora esa ciudad sin librerías es como imaginar una esquina del infierno. La felicidad está en la esquina de una librería.

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