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Reportaje:

Canfranc, el tren del expolio y la libertad

Un libro reúne las peripecias del oro nazi y el drama de los judíos que pasaron por la frontera hispano-francesa en 1942 y 1943

Las ratas y el olvido campan a sus anchas en la estación internacional de Canfranc. Hace 30 años, en 1970, fue abandonada por Renfe a una ruina sucia y desmemoriada. Un destino inmerecido para un edificio modernista que fue construido entre 1922 y 1928 por un batallón de obreros en lucha con el frío y la abrumadora orografía del Pirineo central. Hoy sólo quedan vagones desvencijados, vías muertas, vestigios de un pasado muy activo y 365 ventanas carcomidas por el tiempo. Viéndolo, nadie diría que esta estación fue un lugar estratégico, el paso que abrió las puertas de Europa a la siempre aislada Aragón.

El tren de la historia pasó por última vez por Canfranc en 1942 y 1943, cuando la estación se convirtió en el lugar de paso hacia España, Portugal y Suramérica de parte del oro que los nazis expoliaron en los bancos de los países que invadían o robaban a los judíos en los campos de concentración.

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Esto lo descubrió hace año y medio un guía turístico y conductor de autobús de 40 años que hace la línea Oloron-Canfranc: el francés Jonathan Díaz. Empujado por una curiosidad fermentada a lo largo de largas conversaciones con los ancianos de la zona, que conservaban fresca la memoria cegada durante décadas por un franquismo que ocultó sus intercambios con los nazis, Díaz tocó la historia cuando encontró, una noche de noviembre de 2001, un millar de documentos de la aduana internacional tirados por el suelo. Varios probaban el tránsito por Canfranc de 86,6 toneladas de lingotes de oro, 74,1 con destino Portugal y 12,5 que se quedaron en España. Otros certificaban el envío de 4 toneladas de plata, 10 toneladas de relojes, 44 toneladas de armamento y de 4 toneladas de opio, que se quedaron en España.

Hace unos días, Díaz entregó todos estos documentos al Ayuntamiento de Canfranc, que tiene el proyecto de recuperar la estación con un hotel de lujo y un museo. La historia ha vuelto a pasar por Canfranc con este acto que quizá resuelva el pleito que Renfe entabló contra Díaz por apropiación indebida y que celebra, además, la publicación del libro El oro de Canfranc (Biblioteca Aragonesa de Cultura). Lo ha escrito el reportero del Heraldo de Aragón Ramón J. Campo, que cubrió para su periódico (y ganó por ello el Premio de la Asociación de la Prensa de Aragón) la aparición de esos papeles.

Campo quedó enganchado por una peripecia en la que no falta casi nada: buenos, malos, espías, maquis y un final abierto. Investigando entre Francia y España, rebuscando en la escasa bibliografía que hay y oyendo a las pocas fuentes originales que están vivas, descubrió cosas nuevas y confirmó algunas conocidas que convierten su reportaje de 250 páginas en un relato apasionante. Averiguó, por ejemplo, que el oro llegaba desde Suiza ('allí se lavaba el dinero alemán a cambio de divisas') hasta Canfranc de dos maneras distintas: por camión y por tren, y que España y Suiza alcanzaron un acuerdo para establecer el transporte del oro con camiones suizos que salían desde Canfranc, donde tenían su base logística, 'hacia Portugal y Pasajes, donde embarcaban hacia Suramérica'.

Ese oro robado durante la invasión de Europa servía para pagar minerales indispensables para la maquinaria de guerra de Hitler: el wolframio con el que se blindaban los tanques (que procedía de Galicia y Portugal) y el hierro de las minas de Teruel, que viajaba hasta las fábricas de armas alemanas, pasando también por Canfranc, como muestran los documentos.

Pero Campo fue más lejos y encontró el factor humano. 'Además del oro, el tren diario entre Canfranc y Madrid sirvió de vía de escape a cientos de judíos, miembros de la Resistencia francesa y militares o espías aliados que huían de los nazis'.

El libro revela que el jefe de la aduana francesa, Albert Le Lay, fue un espía aliado que facilitó el paso desde España de muchos secretos, espías y maquinaria para la Resistencia. 'Por Canfranc pasó el primer radiotransmisor que usó la Resistencia para comunicarse con Londres y la primera maleta con 25 millones de francos con la que se sostuvo', afirma Campo, citando las memorias del coronel Remy, un espía que montó varias redes en Francia. 'Le Lay aguantó casi un año con los alemanes en el cogote, y se tuvo que fugar poco antes de que la Gestapo lo detuviera. Su fuga fue de película. Taxis hasta Zaragoza y Madrid, coche diplomático de la Embajada británica hasta Sevilla, camuflado en un barco hasta Gibraltar y avión a Argel'.

Canfranc, estación de doble jurisdicción hispano-francesa, se encuentra ocho kilómetros dentro de territorio español y fue zona liberada hasta que la ocuparon los alemanes en noviembre de 1942, cuando se instalaron 50 militares de la Brigada de Alta Montaña de Baviera y algunos miembros de la Gestapo en la parte francesa. Este matiz no niega, según demuestra Campo, la verdad de los hechos: la neutralidad española durante la guerra fue meramente nominal. Según relatan familiares de policías españoles de aquella época, éstos tenían órdenes de entregar a todo judío que encontraran a la Gestapo. Muchos desobedecieron la orden. El libro descubre a un personaje fabuloso, el carabinero Salvador García Urieta, que recogía en los pasos fronterizos a los perseguidos del Tercer Reich y los ayudaba a escapar.

Otros no tuvieron tanta suerte. Campo encontró en los archivos del Ayuntamiento la partida de defunción de un judío llamado Starnanski Wladji La Rue: murió de un ataque al corazón tras ser capturado por los alemanes con su familia. El último elemento de esta epopeya pirenaica fue el maquis. Tres guerrilleros nacidos en Canfranc, militares republicanos, fueron los responsables de las primeras acciones contra los alemanes en esa zona del sur de Francia.

Jonathan Díaz muestra algunos de los documentos encontrados en la estación.
Jonathan Díaz muestra algunos de los documentos encontrados en la estación.HERALDO DE ARAGÓN

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