La exclusión de Batasuna
Finalmente, la democracia española se ha embarcado en la ilegalización de Batasuna. Es claro que el barco navega con el viento en popa de la opinión pública que le sopla a favor. Pero como prefiero navegar contra el viento, haré de aguafiestas abogado del diablo, oteando los peligros que encierra tan aventurado viaje. Para evitar equívocos, marcaré antes mi posición. Soy partidario tanto del espíritu de Ermua, que exigió el aislamiento social de Batasuna, como del pacto antiterrorista Gobierno-Oposición, así como adversario de cualquier diálogo político con el terrorismo y sus comparsas. Y sigo defendiendo el consenso democrático que alumbró el Pacto de Ajuria Enea, ahora traicionado por la forma de ilegalizar a Batasuna.
Para evaluar las consecuencias de la ilegalización utilizaré el esquema de Hirschman sobre la retórica de quienes reaccionan contra una reforma política: futilidad, perversidad y riesgo. Toda reforma promete evitar males y obtener beneficios. Y quienes se oponen a ella alegan: 1º, que no producirá resultados (futilidad); 2º, que creará nuevos males (perversidad), y 3º, que arruinará las conquistas previas (riesgo). Pues bien, exploremos punto por punto las consecuencias previstas o imprevistas de ilegalizar Batasuna.
1. Futilidad. La productividad que se espera de la medida en términos de lucha antiterrorista es muy elevada, al decir de sus promotores. Pero cabe dudarlo, pues su saldo neto puede resultar irrelevante, y ojalá me equivoque. Desde la óptica de la eficacia policial y judicial, incluso podría ser contraproducente, al perderse transparencia y visibilidad, dificultando la busca de información. Es verdad que, según la teoría de movilización de recursos, la clandestinidad resta oportunidades a los violentos, pero para financiarse y organizarse ETA depende mucho más de su infraestructura civil (redes sociales ajenas a esta ley) que de la política, pues en este aspecto sólo le interesa el control de los ayuntamientos. De ahí que haya solido excluirse de las elecciones legislativas para concentrarse en las locales, a las que podrá seguir presentándose con candidaturas independientes. Es verdad que ilegalizada perderá su poder de veto en el Parlamento vasco, pero poco importaría entonces, pues sin Batasuna el PNV dispondrá de mayoría absoluta. Y por lo que hace a una posible vuelta de tuerca en el clima de opinión, sus efectos serán opuestos en España y Euskadi, como suele ser habitual: los españoles se harán más antivascos y los vascos más antiespañoles, al sentirse agredidos por un sistema que les excluye. Y esto puede reforzar al radical Egibar en detrimento de las posiciones algo más moderadas de Ibarretxe. Por eso cabe temer que se estreche la espiral del miedo y el odio, cerrándose aún más su círculo vicioso.
2. Perversidad. ¿Qué efectos colaterales, contraproducentes o perversos cabe temer de una medida como ésta? El peor de todos es sin duda el de la justificación involuntaria de la lucha armada, cuya legitimidad recobrará algún sentido, al parecer la única vía posible de acceso a la independencia, ante el cierre o bloqueo parcial (pues sigue abierta la opción EA) de la lucha política. No es comparable que los tribunales de justicia imputen delitos a los miembros de Batasuna, cosa comprensible incluso para el caletre de los separatistas, a que el sistema político les prohíba presentarse a las elecciones, lo que puede parecer injusto para el sentido común. Pero si sucede así, se reforzará en Euskadi el clima social de comprensión con los violentos, incentivando la renovación generacional de la cantera de ETA y la recuperación ideológica de su base de apoyo social.
Lo más inadmisible de la cuestión vasca es que haya todavía 140.000 vascos que votan a ETA. Pero ocultar semejante anomalía escondiéndola debajo de la alfombra no conduce a nada bueno. Sobre todo cuando la tendencia reciente demuestra una hemorragia de 80.000 votos, sangría que esta venda jurídica fabricada por el Gobierno tenderá, me temo, a restañar. Pero tampoco lo sabremos, pues esta ilegalización impedirá seguir midiendo su apoyo electoral.
Por lo demás, resulta ingenuo creer que ilegalizando a Batasuna se puede empujar al PNV a moderarse, pues, por el contrario, esto le llevará a radicalizarse, con la esperanza de ampliar por la izquierda sus bases electorales. Igual que el PP tiene mayoría absoluta en España porque incluye tanto al centro-derecha como a la derecha extrema, al PNV también le gustaría disponer de una representación parecida en Euskadi: y esta ley se lo puede facilitar.
3. Riesgo (o peligrosidad: jeopardy). Esta medida amenaza con destruir o menoscabar previas conquistas democráticas porque, al ser restrictiva y excluyente, degrada el sistema político español, que perderá su carácter abierto e incluyente. Desde Lipset y Dahl sabemos que la inclusividad es el primer criterio de desarrollo político, por lo que toda restricción excluyente resulta regresiva e involucionista. La exclusión es performativa, pues refuerza la tendencia a autoexcluirse, que ya de por sí anima a los excluidos, convirtiéndolos en separatistas forzados e impugnadores del sistema. Por eso, las reglas de juego deben estar abiertas a todos, pues la democracia, según su definición minimalista o procedimental, ha de ser 'el único casino en la ciudad' (Linz). Es verdad que esto excluye a los tramposos (y los asesinos lo son), pero su exclusión ha de ser judicial, no política, y, sobre todo, no debe llevar al cambio unilateral o arbitrario de las reglas de juego, que así se desnaturalizan.
Por lo demás, este criterio de inclusividad no es sólo formal, pues también se aplica a los procesos de pacificación y resolución de conflictos. Para pacificar un conflicto, es preciso que tras el cese de la violencia las organizaciones armadas encuentren abierto un cauce político que les facilite su desmovilización, pues de no ser así se refuerza e incentiva su autoperpetuación violenta. Es lo que estaba previsto en el Pacto de Ajuria Enea, que ahora esta ley anti-Batasuna cierra. Porque privar a ETA de una pista de aterrizaje político implica dificultar su posible suspensión de la violencia, potenciando que persista en ella. Se dice que eso queda para el futuro lejano, pero no tenerlo previsto desde ahora es una muestra de irresponsable miopía política. Por eso cabe concluir con un deseo: el de que sólo se trate de una medida excepcional y transitoria, destinada a desaparecer en cuanto se acabe definitivamente con ETA.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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