Nagel, en su abnegación
Me pasa con Andrés Nagel algo parecido a lo que le pasaba a Rilke cuando admiraba en la persona de Paul Cézanne la abnegación ante una obra que absorbía su existencia. Tal creencia puede comprobarse en la muestra que el artista donostiarra Andrés Nagel (1947) presenta en la bilbaína galería Colón XVI. El acto abnegado de vivir obsesivamente el arte es la marca de Nagel. Utiliza los materiales de siempre y alguno más. Ahí aparecen repartidos en un dulce e irónico montón el hierro, el plomo, cinc, madera, óleo, bronce, poliester, fibra de vidrio y hasta paja. Con esos materiales entra en funcionamiento una de sus mayores virtudes, como es la creación inventiva.
Esa inventiva se abre como un abanico. Vemos figuras siniestras o más bien enigmáticas junto a hortalizas, jinetes del siglo XVIII al lado de una consigna que avisa 'kirche nein ('Iglesia no'), y otras variantes del reino hortalizante: ya pintadas o escultopintadas o bajo el signo de lo cóncavo y otras iluminadas por el aura de una luz fluorescente, sin olvidar los escuetos hombres desnudos, lo mismo trazados con dibujos negruzcos como en representación de una fantasmal escultura con dedos de hirientes púas y un hachazo permanente en la cabeza chiriquiana.
Si alguien tiene la sensación de haber visto obras como éstas de Nagel en pasados años, habrá que decirle que está en un error. En esta exposición no tiene cabida lo que en otro tiempo buscaba con preferencia el artista, o sea, el movimiento continuo, la utilización de planos inclinados y las terminaciones en ángulo agudo. Aquéllo le llevaba a una frenética propensión hacia la antiortogonalidad. Los temas mismos ayudaban a la idea de movimiento dinámico, con espirales de humo, vino derramado, chorros de agua, proyecciones de películas, saltos de monos y tigres, automóviles en marcha, entre otros etcéteras.
Por lo general, en la exposición de Colón XVI prima lo estático. Es indudable que permanece la misma mano e incluso su preferencia de siempre al confiar más en la luz y en la sombra que en el color. La proliferación del juego persistente de concavidades es una prueba evidente de esa preferencia por lo lumínico.
Otro aspecto en el que Nagel se sigue afirmando reside en dotar a sus obras de un calculado inacabamiento. Ahora, como en años anteriores, pone a la vista de todos cómo le interesa dejar patente una especie de desgana controlada, lo que podíamos llamar, no sin cierto gusto protocolario, un sabio desdén. Para conseguirlo se procura la introducción en una misma obra de una gran variedad de elementos sumamente diferenciados entre sí, desde materiales de distinta naturaleza -harto chocantes- a la utilización de grafías distintas en un mismo dibujo -trazadas alternativamente por adicción y por sustracción-, como el hacer cohabitables la figuración y abstracción.
Aunque en la presente exposición el color se muestra sorprendentemente naturalista, en alguna obra todavía aparece el proverbial gusto de Nagel por juntar colores poco enfatizados -muy desvaídos- con colores detonantes, puro azufre chirriante.
Como recompensa a lo ejecutado por este donostiarra durante más de 30 años, tiene ante sí el privilegio de vivir el arte con un alto grado de libertad permanente. Y quizá esa libertad ha dependido en gran manera de su abnegado vivir obsesivo, conducente a la creación inventiva, a través de una desgana controlada, un sabio desdén, un calculado inacabamiento.
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