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Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

El hombre que escribió los toros

Juan Cruz

Traten de imaginarlo: volvía de la plaza, traía aún caliente la visión de la tarde, y en el anochecer urgente del periódico abría su máquina de escribir -y después el ordenador- con una sola compañía imprescindible: el café cortado con el que subía desde el bar. Ya sentado ante la máquina de escribir, levantaba su vista sobre las gafas, oteaba un horizonte que no sé de qué estaría poblado y ya escribía sin desmayo, y sin tachones, hasta que reproducía con belleza lo que acaso ese día tampoco llegó a entusiasmarle. Lo que hacía, en ese instante mágico en que convertía en literatura lo que fue la visión del mundo en una plaza, era darle a las palabras una plasticidad que acaso estaba en la pintura interior del toreo. Era de la estirpe de los poetas, y esa esencia suya le llevaba a los grandes de la crónica, pero también a los superlativos escritores de la lírica taurina, con José Bergamín a la cabeza. Esa hermosura de su texto fue la que deslumbró a Julio Cortázar, que le descubrió y le apreció como uno de los grandes narradores españoles. Jamás le envaneció a Joaquín ni ese ni otros juicios superlativos, y tan merecidos, por la obra que estaba construyendo.

Era un hombre humilde, de una cultura muy enraizada y muy vasta, que sólo exhibía, condensada, en la textura de sus crónicas; no citaba, o citaba muy poco, el precipitado de sus lecturas, y tenía una única vocación, hacer periodismo; quería compartir con la gente lo que sabía, y lo hizo desde una rabiosa independencia personal y profesional; no era amigo de toreros ni de empresarios, era un espectador, en el sentido orteguiano del término, encerrado en su propia biografía de espectador apasionado, y durísimo, de una fiesta que en sus primeros tiempos como periodista, y también después, estuvo asaltada por las mafias, por los rencores y por los intereses. Lo combatió todo, y desde el arte trató de ennoblecer al toro y al torero; su objetivo era la nobleza, y él la derrochaba.

Con esas características de su biografía subía, pues, del bar, con su cortado, y se aprestaba a escribir lo que vio esa tarde. Era un crítico muy purista; lo que no le entusiasmaba era mediocre, y no permitía las medias tintas. En ningún momento de sus crónicas se permitió frivolidad alguna, y aunque era un hombre muy dotado para el humor -colaboró en La Codorniz de los mejores tiempos, en la Redacción de EL PAÍS era un compañero de una sensibilidad enorme para la amistad y para la tertulia- puso siempre por delante de sus objetivos como cronista taurino el fielato de su insobornable complicidad con el lector, y con nadie más. A él se dirigía, y lo hacía con todo su saber y con todo su ser. Los toros -la escritura sobre los toros- fueron su pasión personal; los conocía como nadie, los describió como nadie. Esa plástica del toro en su rincón de la plaza la vio como nadie, pero se la regaló a todo el mundo. Silencioso, soñador, noctámbulo, tenía en la mirada siempre una esperanza, como si tocara el final del día, la madrugada del periódico, con los ojos de quien no quiere que se acabe nunca la vida que ama.

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