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Columna
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Las naves de acero de Ricardo Ugarte

En la galería Aritza de Bilbao muestra sus últimas obras el escultor guipuzcoano Ricardo Ugarte (Pasai San Pedro, 1942). Su primera exposición individual data de 1967. Desde entonces a hoy contabiliza 23 exposiciones individuales y ha intervenido en una treintena de muestras colectivas. Quiere decirse que Ugarte se ha expuesto continuamente a lo largo de los años, puesto que exponer es exponerse. Le damos el mérito que merece, en comparación con otros, más cautos, que han optado por vivir (y muy requetebien) bajo la cómoda tutela de los encargos públicos -vía dedo institucional-, ajenos al aventurado riesgo de exponerse mostrando sus obras tanto en exposiciones individuales como en colectivas.

Más cercano a la inmediatez de lo visual que a las formas relacionadas con la gravedad, Ugarte presenta en esta ocasión esculturas en acero laminado y collages de papel. Ambas series discurren sobre el tema genérico de proas marineras. En la exposición aparecen dos esculturas, fechadas en 1996, que son las primeras de esa serie denominada Proas. Luego vienen otras, la mayoría con fecha de este año 2002, y una de 1999. Por lo general resultan bastante repetitivas. Las variantes de forma entre ellas son mínimas. La repetición incluye a los ojos de buey, por así decirlo, dado que, en relación con las dos planchas que confluyen en un mismo vértice, cuanto mayor es la superficie de determinado lado le corresponde un mayor diámetro circular.

Con ser eso evidente, hay otros aspectos que invitan a la reflexión. Por ejemplo en lo concerniente a las dimensiones. Al utilizar planchas de espesor muy estrecho, las esculturas pequeñas resultan demasiado endebles y quizá carentes de entidad. Da la impresión que de la única manera de compensar la pobreza del espesor sería llevando esas esculturas a grandes dimensiones. O sea, lo gigante o mayúsculo obligaría a modificar, ampliándolo, el espesor.

Esa delgadez de los materiales -hierro casi siempre-, viene a ser una constante en la obra de Ugarte a través de los años y, posiblemente, lo que le ha impedido expresarse con adecuación a lo que su mente proyectaba. Con la utilización de espesores mayores los materiales hubieran permitido huir de las rigideces de la línea recta, dando lugar al juego enriquecedor de alabeos, torsiones, bordes matados, entre otras asimetrías.

En la exposición encontramos un ejemplo de lo que decimos, en la pieza titulada Proa a babor. Aún siendo muy pobre su espesor, gracias a su inestabilidad es la escultura que ofrece más interés.

Si alguien pretendiera aducir que estamos ante esculturas minimalistas, digámosle que esos ojos de buey presentes en todas las obras son contrarios a los conceptos esenciales del minimalismo. Respecto a los collages sobre papel, parecen mejores los más escuetos, en tanto algunos resultan excesivamente recargados, por el abuso reiterativo de planos interpuestos.

Mientras, en la galería Bilkin, José María Martínez Burgos, quien firma como HAFO (Vitoria, 1974), presenta un racimo multicolor de pequeñas obras diferentes entre sí. Colores festivos captados de la publicidad y, tal vez, de fulgurantes sueños extraños. Signos y señales que flotan en el espacio y a veces parecen querer llevarnos fuera de los cuadros. Mundo tubular, adobado de puntitos, burbujas, gotas boquiabiertas, todo ello inscrito en claras reminiscencias pop-artianas. Son como encantamientos en el espacio, donde cada obra aspira a que se la vea como foco único; mas con el deseo expreso de poder intervenir en el foco único de las obras más próximas, y aún de todas las que componen la muestra total.

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