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Tribuna:CARTAS AL DIRECTOR
Tribuna
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La cabeza bajo el ala

El hecho de que en un Parlamento nacional, en este caso el nuestro, se discuta si una cumbre europea ha sido o no un éxito del Gobierno que la ha organizado, en este caso también el nuestro, es perfectamente expresivo de la situación en la que se encuentra el proyecto de construcción de Europa. No se trata ya sólo de que el interés de cada uno de nuestros Estados en la integración esté en función de la tajada que espera sacar de ella, sino de que los partidos políticos nacionales, los únicos realmente existentes, juzgan las decisiones de las instituciones europeas exclusivamente desde la perspectiva de la contienda política interior; no por su valor intrínseco, sino por su utilidad en la contienda electoral. Si el duro juicio de Javier Solana sobre el disparate de las presidencias semestrales requería alguna prueba, ninguna mejor.

Por lo demás, el simple hecho de discutir sobre el éxito o fracaso de una conferencia en términos abstractos, sin precisar antes qué era lo que se quería lograr, es de una banalidad aterradora, y al menos en la España actual, una manera segura de perder el tiempo. Nuestros gobernantes no reconocen jamás sus yerros, y cuando la realidad de su fracaso se hace evidente, nos consuelan tomándolo a broma o recordándonos que mucho peor lo hicieron los socialistas en circunstancias más o menos semejantes, o con toda seguridad lo habrían hecho en las presentes. La idea de que la democracia sólo es posible sobre la base de un debate público honesto no parece haber pasado nunca por sus cabezas, o si pasó, la rechazaron con mucho éxito. Pero dejemos de lado ahora estas consideraciones sobre nuestra triste situación como españoles, pues el propósito de este artículo no es ése, sino el de ofrecer las razones que tengo para sentirme profundamente decepcionado, como europeo, por lo que los jefes de Estado y de Gobierno han hecho en Barcelona.

O más bien por lo que no han hecho, pues mi decepción no viene de lo que se ha acordado en el plano interno, o respecto de las relaciones exteriores de la Unión, sino de lo que ni se ha acordado, ni al parecer se ha discutido. Tras la experiencia de lo que nos ha reportado la sustitución del monopolio de Campsa por la dura competencia de Cepsa y Repsol con las petroleras europeas, por citar sólo un caso, se comprenderá que tenga cierto escepticismo acerca de los beneficios que cabe esperar de la competencia de Endesa e Iberdrola con otras empresas eléctricas no conectadas con nuestra red, pero estoy dispuesto a aceptar que es buena la decisión de que, dentro de dos o tres años, los grandes consumidores (es decir, otras grandes empresas) puedan elegir a su proveedor y sacar así fruto de ese billón y medio de pesetas que, entre todos, estamos pagando a las eléctricas desde hace tiempo, para compensarlas del quebranto que esa posibilidad, aún no plenamente realizada, habrá de producirles. Aunque no veo del todo claras sus razones, tampoco me atrevo a negar que, puesto que los expertos lo dicen, nuestras sociedades irán mejor si los viejos nos vemos obligados a seguir trabajando durante cinco años más, se adopta un modelo único para hacer el currículum vitae y se presta más atención a las pymes. Incluso me parece bien el acuerdo de que, a partir del año 2006, los Estados más cicateros hayan de destinar al menos el 0,33% de sus presupuestos a la ayuda al desarrollo, a fin de que la media de la UE se eleve hasta el 0,39%; tampoco entiendo bien la lógica del sistema, ni estoy seguro de que nuestro Gobierno vaya a sentirse más obligado por ese acuerdo que le viene de afuera, que por los compromisos que libremente asumió y nunca ha cumplido, pero tal vez no sea así.

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Tampoco me parece mal que nuestros jefes de Estado y Gobierno hayan expresado su preocupación por la situación en Zimbabue, se hayan alegrado de la evolución de Angola y del Congo o hayan rogado al Gobierno de Nigeria que no extreme su rigor con las mujeres, aunque son manifestaciones que parecen más propias de una ONG que de la más alta institución de una entidad política poderosa. Más adecuadas y más dignas de aplauso son las decisiones de apoyar enérgicamente la Resolución 1397 de las Naciones Unidas sobre el Oriente Medio y de adoptar medidas que aseguren el buen resultado de las gestiones que Javier Solana ha hecho para lograr que Serbia y Montenegro se mantengan en paz y más o menos unidos, al menos durante algún tiempo.

Lo que origina mi decepción es el silencio de los dirigentes europeos sobre la guerra en curso. Un silencio sorprendente, no sólo porque contradice abiertamente el tan cacareado propósito de hacer la Unión más transparente y más abierta a sus ciudadanos; no sólo porque en ella participen tropas de algunos Estados miembros, unas luchando y otras en labores más bien asistenciales, sino porque esa guerra ha cambiado todo el sistema internacional y, sobre todo, el sistema de relaciones entre la Unión Europea y los Estados Unidos de América. Las protestas del Ministro alemán de Asuntos Exteriores, del comisario europeo encargado de las Relaciones Exteriores de la Comunidad o del secretario del propio Consejo, contra las decisiones unilaterales de la Administración de Bush, no han encontrado eco en la reunión de Barcelona. Y no será por razones de agenda, o, para decirlo con la expresión habitual de nuestro presidente, que tan bien refleja su entendimiento de la política democrática, porque 'no tocaba', porque no es ése el caso. Una de las cosas que el Consejo Europeo debía hacer en Barcelona era aprobar el informe escrito sobre el estado de la Unión que está obligado a presentar anualmente ante el Parlamento. En lugar de reflejar en él ese cambio trascendental de circunstancias, se ha limitado, sin embargo, como en ocasiones anteriores, a dar por bueno, sin discutirlo, el proyecto elaborado por el Comité de Representantes Permanentes, el Coreper, tan cuidadosamente convencional como cabe esperar de cualquier texto redactado por un órgano de esta naturaleza. Un procedimiento, por lo demás, sorprendente, aun en circunstancias normales, para la relación entre un Gobierno normal y un Parlamento normal. Pero salvo ese texto burocrático y una curiosa frase (apartado 62 de las conclusiones), en la que, en relación con la situación de la ex Yugoeslavia, el Consejo insiste en la necesidad de llegar lo antes posible a un acuerdo permanente entre la UE y la OTAN, nada de lo acordado o declarado en Barcelona da indicios de que la potencia hegemónica del planeta haya llevado a cabo una guerra en Afganistán, para la que no quiso contar ni con la UE ni con la OTAN; ni de que esta misma potencia ha anunciado su propósito de continuarla contra otros países a los que acusa de dar amparo a los terroristas o de obstinarse en producir armas de destrucción masiva que, eventualmente, podrían llegar a manos de éstos; de que ha decidido abandonar el principio, hasta ahora básico, que prohibía recurrir a la guerra ofensiva como medio de política internacional y se propone, con ese fin, dotarse de un escudo que la haga invulnerable y desarrollar armas atómicas 'tácticas', cuya finalidad no será ya sólo la disuasión. Sobre todo, no da indicio alguno de que todo eso se está haciendo de modo absolutamente unilateral, con la arrogancia de quien, sabiéndose militarmente invencible, se siente dispensado de tomar en consideración la opinión de los demás Estados de su mismo círculo de cultura, aunque sea también el destino de éstos el que en esas empresas bélicas se está poniendo en juego.

La decisión de la Administración de Bush de convertir el mundo en un Israel global, en el que, para acabar con el terrorismo, se fortalecen sus raíces con bombas de todo género, traerá, de continuarse, muchos males para todo el planeta, y los europeos teníamos derecho a esperar que nuestros dirigentes dijeran algo de ello. Pero, dispuestos a perdonar, hasta eso les puede ser perdonado. Lo que resulta más difícil de comprender y más imperdonable es que no hayan dedicado ni una sola línea a las consecuencias que este cambio comporta para ese 'futuro de Europa' del que, de un tiempo a esta parte, se ocupan siempre al comienzo de sus reuniones. El proyecto de integración europea está asentado, desde sus orígenes, sobre el supuesto implícito de la alianza permanente entre Europa y los Estados Unidos; en cierto sentido, la Unión Europea está construida sobre la OTAN y por eso los europeos han mirado siempre con terror el aislacionismo americano. A partir de esa hipótesis, era posible concebir una 'unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa' que no desembocara inevitablemente en un Estado. Una hipótesis incómoda, de la que raramente se hablaba en los círculos académicos, escasamente mencionada en el discurso público de los políticos y que los ciudadanos han preferido siempre olvidar. Ahora, cuando, convencidos de la imposibilidad del aislacionismo, los gobernantes americanos han resuelto, en palabras de su secretario de Defensa, que, en contra de lo que se dice, no es que los Estados Unidos sean el problema del mundo, sino éste el problema que aquellos tienen que resolver y se disponen a hacerlo, ya no es posible seguir escondiendo la cabeza bajo el ala. Si, como se dijo en ocasión memorable, no hay mal que por bien no venga, tal vez los europeos tengamos que agradecer al presidente de los Estados Unidos el habernos puesto frente a nuestra propia realidad. A partir de ahora, la definición de Europa frente a los Estados Unidos, lo que naturalmente no quiere decir enfrentada con ellos, debería ser el centro del debate sobre su futuro, y si la Convención quiere ocuparse seriamente del Tratado constitucional que se intenta, deberá comenzar por proponer una fórmula para la decisión fundamental sobre el modo y la forma de nuestra unión política. La idea es, por supuesto, de Carl Schmitt, pero eso no basta para invalidarla.

Francisco Rubio Llorente es catedrático emérito de laUniversidad Complutense y titular de la cátedra Jean Monnet en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.

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