Ojos de afgana
¿No hay demasiadas cumbres? Acaba de pasar la de Barcelona, cuando aún teníamos los malos recuerdos de la de Génova, y resulta que hay otra en Monterrey con los mismos. Helicópteros, alcantarillas seguras, perros amaestrados para saber cómo huelen los alborotadores. ¿Cuánto nos cuestan -por cierto- las cumbres en sí mismas? Ciento setenta países, 64 jefes de Estado en Monterrey, miles de policías y soldados para proteger del alboroto. ¿No se podría ahorrar un poco ahí, canalizando el dinero hacia los bajos fondos de la pobreza sin tanta subida a la cumbre?
Dirán ustedes -con razón- que también hay muchas cumbres o festivales o simposios de gente que no decide el destino del pobre, ni las finanzas del mundo siquiera. Congresos de escritores, coloquios académicos, muestras, bienales, cursillos de verano e invierno. ¿Hacen tanta falta? La literatura y el cine penden del símbolo, y sin el acontecimiento simbólico de esas reuniones artísticas quizá la nueva novela mexicana o el cine iraní no tendrían espacio de representación. ¿Cuántas vidas de refugiados kurdos o nigerianos salvaría el dinero gastado en un seminario poético? Organizar estos actos cuesta muchísimo menos que una cumbre, pero los dignatarios reunidos en la costosísima cumbre de Monterrey dicen ayudar a la humanidad, un festival de cine sólo decide la moda que se va a llevar en las pantallas de qualité y en las revistas especializadas la temporada próxima.
Entre discusión en la cumbre y concesión del último premio literario, un fotógrafo norteamericano ha vivido una singular historia de búsqueda en Afganistán. Todos los periódicos del mundo la han contado, reproduciendo las impresionantes fotos de la muchacha de 1984 y la mujer de hoy, que tiene menos belleza en los ojos y más argumento colateral. Seguro que en las cumbres de Barcelona y Monterrey se ha hablado en los pasillos de esos intensos ojos verdes de Sharbat, y de lo necesarios que son los miles de millones para las víctimas del odio de los hombres hacia los hombres; Sharbat, que perdió a los seis años a sus padres en un bombardeo soviético, es una de ellas. Steve McCurry, el fotógrafo, la descubrió de refilón en una jaima habilitada como escuela en el campo de refugiados de Nasir Bagh, y Sharbat, que había cumplido los doce, se dejó fotografiar. En su hermosura había asombro y orgullo, y en el color de sus ojos apuntaba un dolor. El editor periodístico de McCurry no quiso enviar la fotografía, por su dureza, pero al fin la revista National Geographic la publicó, convirtiendo a Sharbat en un icono de aquellos años, de aquella guerra afgano-soviética, de una desdicha que no ha cesado pese a todas las fotos y campañas de buena voluntad.
Diecisiete años después, enviado de nuevo al nuevo conflicto bélico afgano, McCurry ha reencontrado tras una peripecia muy novelesca a Sharbat. Habían corrido rumores, típicamente occidentales, de que la hermosa muchacha vivía en Canadá convertida en modelo, pero la verdad tiene menos glamour. Casada al poco de haberse tomado la famosa fotografía, madre de tres hijas, enferma de asma y con un marido panadero también enfermo, Sharbat -totalmente ignorante de su papel simbólico en los años ochenta- tuvo palabras positivas para los talibanes, que pusieron orden y ley en su país, aunque también, reconoce, impidieran a sus hijas ir a la escuela de la que ella salió una mañana para posar. 'Sólo ha pasado un día feliz en su vida, el de la boda', le dijo el marido a McCurry.
El cuento ha tenido un happy end, muy occidental también. National Geographic ha dado una sustancial ayuda económica a la familia de Sharbat, estableciendo además un fondo a su nombre para escolarizar a niñas afganas. Sharbat, que no ha perdido con los años y el sufrimiento la claridad de su mirada, estará asombrada, y algo más feliz. La moraleja es que unos bellos ojos han salvado a una mujer, y desde el elevado sitio de nuestra alta cultura, hecha con mucha más estética que ética, lo celebramos. ¿No hay demasiadas cumbres?
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