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Columna
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Carlos Casares

'Parece que sólo se mueren los buenos', solía decir un amigo y pienso que no le falta razón. La verdad es que los malos se mueren casi siempre al límite de la edad canónica que en cada época señalan las estadísticas como óptima y los buenos, en cambio, suelen quedarse por el camino mucho antes. La conclusión es ingrata pero evidente: nada como hacer el mal para durar mucho. Esta vez, sin embargo, estamos hablando de bueno en el sentido de gente de calidad y malo en el sentido de mediocre, que es a lo que se refería mi amigo cuando leía en la prensa obituarios de escritores.

Los malos, cuando lo son de verdad, son un estímulo, un acicate para que existan buenos, para que existan héroes. Pero esa maldad pertenece a una cualidad superior de excelencia, por eso hay tan pocos buenos malos; un malo de primera, un buen malo, lo encontramos en una buena novela solamente. El resto de los malos literarios son útiles para entretener, mover una trama o crear ciertos contrastes, pero poco más. La alianza maligna entre un alma miserable como la de Noel Vansome y un cerebro tan dotado para la intriga como el de la señora Lecount obliga a Wilkie Collins a crear a un genio de la conspiración, a un truhán como el capitán Wragge -o sea, un tipo muy turbio- que permita el triunfo de los inocentes en Sin nombre. La pareja Mr. y Miss Murdstone posee tales cualidades de maldad que sobreviven a todas las asechanzas de su autor en David Copperfield. Y eso que son malos de vida cotidiana, no míticos; son malos de diario, sí, pero con una fortaleza de siglos. Es decir, no son mediocres.

Hace unos días un lector se quejaba en las páginas de este diario de la mediocridad ambiente y lo cierto es que su tono me hizo recordar un tiempo en que si lo que más se lamentaba durante el primer franquismo era la estupidez y la crueldad, en el segundo era la mediocridad lo que imperaba como una espesa capa de polvo en el ambiente que impedía respirar a todo aquel que utilizase el pensamiento para algo más que para comer y dormir. La mediocridad, el áurea mediocritas, era el paraíso para todos aquellos insolventes de espíritu.

Cuando leí la noticia de la súbita muerte del escritor gallego Carlos Casares se me cayó el alma a los pies y la frase de mi amigo acudió como un relámpago. 'Parece que sólo se mueren los buenos'. En ese momento pensaba yo en la cualidad de lo bueno, no ya en la bondad. Pensaba en este país y en la necesidad que este país tiene de gente inteligente, conciliadora, civil e incluso dotada de esa astucia que fue propia de un Odiseo.

Y pensaba en Carlos Casares, un gallego fino, un gallego sabio, porque él sí fue lo contrario de la mediocridad, ese mal miserable y deprimente que tiene todavía tanto cultivo en nuestro país. Si los héroes antiguos tenían sobre todo la cualidad de ser ejemplares en altura, los buenos civiles -no militares, ni eclesiásticos- deberían ser un ejemplo a la altura de los demás humanos, hoy ya no por encima de ellos. La mediocridad espantosa del franquismo tenía en Carlos Casares un temible enemigo porque era una persona que hacía minuciosamente el bien siendo como era y trabajando como trabajaba, desde su despacho en la editorial Galaxia -que desde hace mucho es un hito histórico en la cultura gallega- hasta las más sencillas y ocurrentes tertulias.

Aún recuerdo alguna de esas tertulias en un bar de Bayona, con Torrente y Casares; y he de decir que no he conocido jamás -con la excepción de los dos Juanes, Benet y Hortelano- a un contertulio tan agudo, incansable, cultivado y expresivo como Carlos Casares. Ahí era donde, desde más cerca, mostraba lo mejor de sí mismo: uno de esos talantes abiertos a toda curiosidad, a todo conocimiento y siempre traspasados por un gran sentido del humor no carente de socarronería.

Una persona como Carlos Casares era una carcoma de la mediocridad; por eso, quienes no lo conocieran no podrán lamentar su muerte, pero sentirán su falta.

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