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Donde hay democracia no hay hambre

Antón Costas

Hay ideas que se van abriendo paso más lentamente de lo que sería necesario. Pero al menos lo van haciendo. Una de ellas es que la lucha contra el hambre y la pobreza es un bien público internacional. Como lo es la lucha por la paz. Son bienes públicos porque todos nos beneficiamos de su existencia, aunque en muchas ocasiones no tengamos incentivos personales inmediatos para implicarnos en su búsqueda. La lucha contra la pobreza a nivel internacional debe ser perseguida con el mismo empeño que a nivel nacional se lucha contra el desempleo y a favor de la cohesión social. Escribo estas palabras cuando aún no ha finalizado la cumbre internacional sobre desarrollo de Monterrey. A pesar de las críticas, será un paso adelante importante, porque ha consolidado la obligación de los países ricos de comprometerse en la lucha contra la pobreza. De momento se habla más de intenciones e ideas que de acciones. Pero a la postre, las ideas, como nos enseñó J. M. Keynes, mueven el mundo.

Antes de entrar en alguna de las cuestiones que se han abordado en Monterrey, me interesa hacer referencia a una falsa conclusión que se podría sacar de la aparente mala imagen de Estados Unidos en esta cumbre. No hace mucho un alto responsable de la cooperación española me comentaba la sorpresa que se llevó cuando después de un viaje por toda América Latina observó que, a pesar de ser España y la UE principales suministradores de fondos para el desarrollo, así como los principales inversores empresariales en la región, casi ninguno de los líderes políticos y sociales con los que se había reunido había estudiado en España u otro país europeo, mientras que la mayoría lo había hecho en EE UU. A pesar de su menor aportación de fondos para el desarrollo, las élites latinoamericanas ven con mejores ojos a Estados Unidos que a Europa. Conviene tener presente este hecho porque, aunque aparentemente causen rechazo, las propuestas estadounidenses se abrirán camino.

El Gobierno de George W. Bush se ha apuntado a la idea de sustituir los préstamos por ayudas a fondo perdido, pero condicionadas a obtener ciertos resultados. Este cambio es acertado, porque los créditos aumentan el endeudamiento de los países pobres y, como normalmente no pueden devolverlos, obligan a poner en marcha costosos e inútiles mecanismos de condonación de la deuda. Es mejor ser más altruistas, pero controlando que esos fondos se usen adecuadamente. El problema son los criterios. Se han propuestos tres: el buen gobierno, el uso de los fondos para programas de educación y sanidad, y la promoción de los valores del capitalismo. Esta condicionalidad ha sido vista con recelo por muchos gobiernos y ONG europeas. Hay datos suficientes para afirmar que una parte importante de los fondos acaba en los bolsillos y las cuentas de políticos corruptos, y alimentando burocracias bien nutridas, en vez de dedicarse a acabar con la pobreza extrema de sus compatriotas. Por eso, al margen de cierta tosquedad y la rudeza de cowboy propia de George W. Bush, esos criterios tienen sentido.

El premio Nobel de economía Amartya Sen ha demostrado que donde existe democracia no hay hambrunas (si tienen un poco de tiempo libre en estas vacaciones, recomiendo leer su libro Desarrollo y libertad, publicado en Planeta). Democracia para Sen es sinónimo de buen gobierno, transparencia, participación directa de los afectados en la solución de los problemas, y también de libertad económica. Libertad económica y mercados son instrumentos poderosos para acabar con la pobreza, pero los gobiernos corruptos los niegan a sus ciudadanos.

Los europeos, y los catalanes en particular, tenemos un motivo adicional para ser más rigurosos en el uso de los fondos de ayuda por los gobiernos de los países pobres. La pobreza extrema y el hambre también es ya una realidad a nuestro alrededor. Por eso hay que evitar que sean los pobres de los países ricos los que al final financien a los ricos de los países pobres. Acabo de leer el informe sobre La pobresa a Catalunya 2001, publicado por la Fundació Un Sol Món, Caixa de Catalunya. Los datos son alarmantes. Nuestra pobreza tiene género y edad: afecta especialmente a las mujeres y a los niños. Esta situación parece contradecir la afirmación de Sen de que donde hay democracia no hay pobreza extrema y hambre. Pero quizá el problema no sea la democracia, sino la forma de ejercerla. El voto no es ya un instrumento suficiente para enfrentarse a esta nueva pobreza, en especial la que afecta a las mujeres y a los niños. Los gobiernos pueden olvidar esa realidad y subvencionar escuelas de ricos sin esperar castigo electoral. De ahí la importancia de los movimientos a favor de una democracia más participativa y una globalización alternativa.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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