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La miseria planificada

Había una vez un país llamado Argentina, en el que desaparecían muchas personas y donde años más tarde desapareció también el dinero, entre otros misterios. No se trató de magia: y una cosa está relacionada con la otra.

Quisiera explicar este breve anticuento. Mañana, 24 de marzo, se cumplen 25 años del día en que el escritor, periodista y militante político Rodolfo Walsh escribió su Carta abierta a la Junta Militar. En 1977, un año después del golpe militar, Walsh desenmascaraba en ese documento escrito en la clandestinidad, de un modo deslumbrante, las cosas que hacía y deshacía la dictadura. Hablaba de un lago cordobés convertido en cementerio lacustre. De personas arrojadas desde aviones militares al río de la Plata, cuyos cadáveres afloraban en las costas uruguayas. De lo que llamó una tortura absoluta, intemporal y metafísica, aplicada con la tecnología de la picana eléctrica, para machacar la sustancia humana.

Walsh ya lo había entendido todo. Pero hay otro párrafo que cada día se entiende mejor. Propongo leerlo para ver si es capaz de iluminar algo de lo que ocurre en la Argentina 25 años después. Les dice Walsh a los integrantes de un régimen denominado -de un modo curioso- Proceso de Reorganización Nacional:

'Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son, sin embargo, los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese Gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada'.

Walsh fechó su carta, distribuyó varias copias, y un día después fue secuestrado por los militares. Nunca más se supo de él. Es otro desaparecido.

No desapareció, en cambio, esa carta triste, solitaria y final. Miseria planificada. ¿A qué se refería Walsh? Veamos: reducción salarial masiva, redistribución de ingresos y concentración brutal de la riqueza, desocupación récord, derrumbe del consumo, éxodo de profesionales por la 'racionalización' de la economía, endeudamiento externo histórico, atrofia de todas las funciones creadoras y protectoras del Estado, obediencia ciega a las recetas del FMI, reinado de los monopolios y de lo que llamó 'nueva oligarquía especuladora'. Hay más: desnacionalización de la banca, dominio extranjero del ahorro interno y el crédito, premio a las empresas que estafaron al Estado.

Una conclusión provisoria: la Argentina está hace décadas en el corralito (o en la cárcel) de una economía perversa. Aquellas palabras son recuerdos del futuro.

Para Walsh, el crimen mayor de los militares no eran las atrocidades cometidas hora a hora, sino el plan económico, que fue, en muchos sentidos, una premonición de esa práctica llamada neoliberalismo. Un mercado absoluto, intemporal y metafísico. La Argentina abrió indiscriminadamente su economía, comenzó la destrucción de su industria e inauguró lo que se ha dado en llamar el Estado Hood Robin, Robin Hood al revés, que le quita a los pobres para darle a los ricos, según lo siguen reflejando las estadísticas sobre la creciente desigualdad económica.

El proceso militar cayó tras la borrachera de la guerra de las Malvinas (se cumplen ahora 20 años, para seguir con los números redondos) y la democracia nació débil, en una sociedad que no la reconquistó sino gracias a la ineptitud militar.

El Gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) fue una mezcla dubitativa de víctima y cómplice de esa economía reconcentrada en pocas manos. No concluyó su mandato. Llegó entonces Carlos Menem para culminar el trabajo sucio. Aquel plan que Walsh denunciaba en su carta, Menem lo llevó a cabo entre 1989 y 1999 corregido, aumentado y en democracia: la Argentina había entrado en la era del 'pensamiento único'. Ya no hacía falta el terrorismo de Estado para aplicarlo. La estrategia de la represión cambió por la del desempleo y la exclusión social: la desaparición económica de las personas. La clase media comenzó a caer masivamente bajo la línea de la pobreza. Y los pobres, bajo la línea de indigencia.

Luego llegó Fernando de la Rúa para caricaturizar lo peor de Alfonsín y lo peor de Menem. Terminó decretando el estado de sitio y escuchó el trueno de cacerolas.

En España noté sorpresa frente a las catástrofes de los últimos meses, como si la Argentina fuese una especie de Gregorio Samsa, el personaje de La metamorfosis, de Franz Kafka, que un día amanece, tras un sueño intranquilo, convertido en un monstruoso insecto. El país rico que despierta abruptamente pobre y siniestro.

Pero no fue así. Quienes quieran entender a la Argentina a través de Kafka deben buscar otra obra, El proceso (¿casualmente?). Una opción, más divertida, es mirar la película Nueve reinas como documento de la actualidad. En esa pequeña historia está la carga genética del modelo económico argentino, y acaso del actual capitalismo de casino: concentración, corrupción y mentiras.

¿Tiene España algo que ver con esa economía perversa? Cuentan que el presidente Eduardo Duhalde le dijo al presidente José María Aznar acerca de las privatizaciones, en charla telefónica: 'Los negociadores españoles fueron muy buenos; los argentinos, muy malos, o todos, muy corruptos'. Dejo a criterio del lector ese razonamiento, cuyos tres escalones acaso sean ciertos.

Pero también en España, he visto, se duda sobre la nacionalidad de las empresas. Lo comprobé tanto en conversaciones catedráticas como en diálogos callejeros. Ya se sabe: atribuirle una bandera o una patria a los capitales es una superstición. Eso mismo permite que ningún argentino, creo, confunda a las llamadas 'empresas españolas' con 'España' o con 'los españoles'.

Toda esta desventura está reflejando otra desaparición: la de la política. Cuando la política no regula, regulan los monopolios. Cuando los altos funcionarios españoles o argentinos se comportan como gerentes de empresas, hay algo que no funciona. El dilema para España podría ser: permitir que su política se reduzca a defender la rentabilidad inmediata que le exigen estos capitales misteriosos (serruchando así la rama sobre la que se asienta el propio negocio), o buscar un proyecto iberoamericano que permita crear futuro. Y recuperar el capital más escurridizo, sutil y valioso de esta época: la confianza.

Otra opción es que España mire de lejos, como incontaminada por el enigma argentino, que nadie sabe cómo se resolverá. Si culminará la miseria planificada o la profundizará. ¿Kafka y Walsh son los únicos cronistas posibles de esta historia? ¿El desenlace será tan inesperado como el de Nueve reinas?

Lo que nadie sabe tampoco es si el comienzo de este anticuento no es en realidad un cierre triste, solitario y final que debería leerse así: había una vez un país llamado Argentina.

Sergio Ciancaglini es escritor y periodista argentino, dos veces ganador del Premio Rey de España de prensa escrita y autor de La revolución del sentido común (Ed. Suramericana).

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